Verde intenso. Los trigales de mi pueblo me sorprendieron teñidos de ese color anhelado, en extenso. Los había abandonado encogidos, escondidos del miedo por tan gélido invierno; aunque tardío, fiero, también árido en extremo. El año nuevo había heredado la sequía del pasado, acartonado y viejo.
Parecía mentira, pero debía de ser cierto. Es difícil creer, me había costado comprender, lo que se había estado cociendo en las entrañas oscuras de la tierra: mientras tiritaba, antes de marchar, hacía apenas un mes, afuera no cambiaba de color la tierra amarronada. Un poco de agua había sido desencadenante suficiente, eficiente. En compañía, del sol, había ejecutado el milagro; misterioso engendro: cereales y otras pajas.
Recuerdo... Las personas no difieren, en este aspecto. Unas lágrimas que se resistían a lavar las quejas, un llanto que puso etiqueta al pasado lastimero, absurdo; el calor de una hoguera, el fuego interno desalojado. Unas palabras recogidas del viento por mis orejas, que asentían con la cabeza.
Al final de la jornada, por la mañana, cuando se marchaban, casi todos volvían a desplegar su verdad aferrados a un abrazo colosal. Gracias peregrinos por permitirme ser testigo de la ingenuidad recuperada, magia sin par. Gracias caminantes por regalarme una y otra vez vuestras recien recuperadas miradas de niño travieso y puro, liberadas de la sequía acumulada y el congelado pavor.
Parecía mentira, pero debía de ser cierto. Es difícil creer, me había costado comprender, lo que se había estado cociendo en las entrañas oscuras de la tierra: mientras tiritaba, antes de marchar, hacía apenas un mes, afuera no cambiaba de color la tierra amarronada. Un poco de agua había sido desencadenante suficiente, eficiente. En compañía, del sol, había ejecutado el milagro; misterioso engendro: cereales y otras pajas.
Recuerdo... Las personas no difieren, en este aspecto. Unas lágrimas que se resistían a lavar las quejas, un llanto que puso etiqueta al pasado lastimero, absurdo; el calor de una hoguera, el fuego interno desalojado. Unas palabras recogidas del viento por mis orejas, que asentían con la cabeza.
Al final de la jornada, por la mañana, cuando se marchaban, casi todos volvían a desplegar su verdad aferrados a un abrazo colosal. Gracias peregrinos por permitirme ser testigo de la ingenuidad recuperada, magia sin par. Gracias caminantes por regalarme una y otra vez vuestras recien recuperadas miradas de niño travieso y puro, liberadas de la sequía acumulada y el congelado pavor.