Me he sentido aliviado al ver reflejado en mi móvil las seis de la mañana; era la hora indicada para despertar la jornada. Para entonces ya había mirado el reloj al menos un millón de veces; por fin, la enésima ha acabado con mi desesperación. El calor y el run run de la calefacción no me han dejado conciliar el sueño, hacerlo habría sido una quimera en aquel ambiente empalagoso; pringoso, asqueroso. ¡Menuda, la que me esperaba!; aunque haya venido advertido, no por ello fue menor la tortura; ante concierto tan desatinado de ronquidos y soplidos no ha habido forma; he dormido poco y retorcido.
He intentado vestirme en silencio para no molestar a los que habían arruinado mi velada, pero el ruido de las bolsas han desarticulado mis cuidados. El estruendo insoportable que he metiendo me ha lo dejado claro: el ruido, entre tanta gente, formaría parte de la rutina (matutina). Por fin he conseguido salido de la habitación, un barracón para un montón; arrastrando una mochila que pesaba demasiado. Y, casi a la vez, lo han hecho aquellos dos; a duras penas me he enterado de que eran dos alemanes curtidos, profesionales de no sé qué deporte.
Ayer me rendí ante aquel francés al que no entendía nada, no sé que me quiso decir y asentí por asentir, por cortar el sofocón que me estaba produciendo no entender; hoy lo tenía claro, algo tendría que hacer para remediarlo. He perpetrado por eso, con el mío anquilosado, un atentado contra su inglés fluido; ¿seis años para qué me han servido?. No recuerdo ni la centésima parte de lo que creía haber aprendido, tantas horas estudiando un vocabulario tan rebuscado y lo he olvidado todo; ni siquiera soy capaz de componer las estructuras más sencillas. Eran alemanes, ellos lo dominaban a la perfección, tuvieron paciencia y compasión; pero ni siquiera he preguntado sus nombres, para no molestar más, me ha dado vergüenza, no me atrevido a hablar. Profesionales o aficionados, eran unos tíos fornidos.
Mientras desayunaba un poco de pan, chocolate y frutos secos, me he enterado, también, de que venían del otro lado de los Pirineos. Se habían perdido, debió de ser ayer. Me han dicho que habían hecho trece kilómetros de más, que su jornada fue de cuarenta y cuatro, y que hoy llegarían hasta Pamplona, querían hacer otros tantos. ¡Qué burrada!; me he sentido enano, y envidioso; tendría que conformarme con no más de veinte; cuarenta y tantos eran demasiados. Me han deseado “Buen camino”; yo no conocía ese saludo; no he añadido nada, les he dicho en silencio: hasta luego; a su paso, a mi pesar, hasta nunca. Tenía claro que no volvería a verles.
Con esa idea, aún rondando mi cabeza, me he puesto en marcha. Los primeros pasos de uno cuantos; iba pensando; buscando, también, como protegerme del aliento gélido de la madrugada... ¡La flecha amarilla, idiota!”; sin haber comenzado me he perdido por primera vez. Ahora ya lo sé, no lo volveré a olvidar, esa señal ha de ser mi punto de atención, mi única obsesión. Al fin y al cabo, comparándolo con el precio que pagaron los alemanes por su despiste, a mí me ha salido barato: trescientos metros en aquella selva navarra salvaje no han sido tantos. He llegado al primer pueblo sin ningún otro sobresalto.
Pasado el primer escollo; un hito que no he celebrado; me quedaban demasiados que ir añadiendo a mi rutina recién estrenada. Ya había dado el primer paso; he pensado, mejor ni pensarlo; ha aparecido Luis para evitarlo; pero con él acudía el demonio levantando el mismo muro. Era brasileño y yo no hablaba portugués, parecía interesante pero, a él, el español tampoco se le daba bien. Habría que resignarse, ¿qué otra cosa podríamos hacer?. Dos horas o tres después y unos cuantos pueblos dejados atrás, chapurreabamos los dos en inglés; perpetrando una gramática soez. A mis profesores no les habría sentado bien pero nos ha permitido comprender quiénes eramos y por qué. He agradecido su compañía mientras sus zapatillas de deporte le han amarrado a mi vera; empantanado, apenas se mantenía en pie por aquellas andurriales. En cuanto le han soltado los barrizales se ha marchado. Creo que los alemanes y él ya deben ser un grupo de tres; yo me he quedado, de nuevo, herida mi soberbia y totalmente humillado intentando convencerme de había venido a pasear.
No cabía duda, la chica rubia me iría mejor; su chubasquero amarillo amarrado a la cintura. Llevaba tiempo llamándome la atención; sujeto al ritmo del brasileño ella se había quedado detrás. Una mujer madura, no tendría menos de cincuenta años, pero andando parecía una muchacha treintañera. Con ella he dado el primer salto, sin saber como me he hecho su aliado. Yo le he regalado palabras de mi vocabulario, y ella me ha recordado algunas de las que yo del suyo había olvidado. Era una canadiense anglófona empeñada en aprender castellano. Gracias a su paciencia he ido recuperando mi inglés atrancado; gracias a la mía ella ha afianzado el español que nunca había aprendido.
En Zubiri se han separado nuestros caminos. Quizás tendría que haberme quedado a practicar tai chi a su lado. ¿Y si fuera una de esas señales de las que tanto he leído?. Pero también lo practicaba uno de los dos alemanes. Me apetecía, pero no podía; las prisas de las que huyo; ¿la competición impresa en mi cuna ?; mi orgullo desde el inicio herido. Los dos alemanes, el brasileño; quizás, en el fondo, habría deseado que aquel trío se constituyera en cuarteto que a la carrera se comiera el Camino de Santiago en una semana y media, como mucho.
He intentado vestirme en silencio para no molestar a los que habían arruinado mi velada, pero el ruido de las bolsas han desarticulado mis cuidados. El estruendo insoportable que he metiendo me ha lo dejado claro: el ruido, entre tanta gente, formaría parte de la rutina (matutina). Por fin he conseguido salido de la habitación, un barracón para un montón; arrastrando una mochila que pesaba demasiado. Y, casi a la vez, lo han hecho aquellos dos; a duras penas me he enterado de que eran dos alemanes curtidos, profesionales de no sé qué deporte.
Ayer me rendí ante aquel francés al que no entendía nada, no sé que me quiso decir y asentí por asentir, por cortar el sofocón que me estaba produciendo no entender; hoy lo tenía claro, algo tendría que hacer para remediarlo. He perpetrado por eso, con el mío anquilosado, un atentado contra su inglés fluido; ¿seis años para qué me han servido?. No recuerdo ni la centésima parte de lo que creía haber aprendido, tantas horas estudiando un vocabulario tan rebuscado y lo he olvidado todo; ni siquiera soy capaz de componer las estructuras más sencillas. Eran alemanes, ellos lo dominaban a la perfección, tuvieron paciencia y compasión; pero ni siquiera he preguntado sus nombres, para no molestar más, me ha dado vergüenza, no me atrevido a hablar. Profesionales o aficionados, eran unos tíos fornidos.
Mientras desayunaba un poco de pan, chocolate y frutos secos, me he enterado, también, de que venían del otro lado de los Pirineos. Se habían perdido, debió de ser ayer. Me han dicho que habían hecho trece kilómetros de más, que su jornada fue de cuarenta y cuatro, y que hoy llegarían hasta Pamplona, querían hacer otros tantos. ¡Qué burrada!; me he sentido enano, y envidioso; tendría que conformarme con no más de veinte; cuarenta y tantos eran demasiados. Me han deseado “Buen camino”; yo no conocía ese saludo; no he añadido nada, les he dicho en silencio: hasta luego; a su paso, a mi pesar, hasta nunca. Tenía claro que no volvería a verles.
Con esa idea, aún rondando mi cabeza, me he puesto en marcha. Los primeros pasos de uno cuantos; iba pensando; buscando, también, como protegerme del aliento gélido de la madrugada... ¡La flecha amarilla, idiota!”; sin haber comenzado me he perdido por primera vez. Ahora ya lo sé, no lo volveré a olvidar, esa señal ha de ser mi punto de atención, mi única obsesión. Al fin y al cabo, comparándolo con el precio que pagaron los alemanes por su despiste, a mí me ha salido barato: trescientos metros en aquella selva navarra salvaje no han sido tantos. He llegado al primer pueblo sin ningún otro sobresalto.
Pasado el primer escollo; un hito que no he celebrado; me quedaban demasiados que ir añadiendo a mi rutina recién estrenada. Ya había dado el primer paso; he pensado, mejor ni pensarlo; ha aparecido Luis para evitarlo; pero con él acudía el demonio levantando el mismo muro. Era brasileño y yo no hablaba portugués, parecía interesante pero, a él, el español tampoco se le daba bien. Habría que resignarse, ¿qué otra cosa podríamos hacer?. Dos horas o tres después y unos cuantos pueblos dejados atrás, chapurreabamos los dos en inglés; perpetrando una gramática soez. A mis profesores no les habría sentado bien pero nos ha permitido comprender quiénes eramos y por qué. He agradecido su compañía mientras sus zapatillas de deporte le han amarrado a mi vera; empantanado, apenas se mantenía en pie por aquellas andurriales. En cuanto le han soltado los barrizales se ha marchado. Creo que los alemanes y él ya deben ser un grupo de tres; yo me he quedado, de nuevo, herida mi soberbia y totalmente humillado intentando convencerme de había venido a pasear.
No cabía duda, la chica rubia me iría mejor; su chubasquero amarillo amarrado a la cintura. Llevaba tiempo llamándome la atención; sujeto al ritmo del brasileño ella se había quedado detrás. Una mujer madura, no tendría menos de cincuenta años, pero andando parecía una muchacha treintañera. Con ella he dado el primer salto, sin saber como me he hecho su aliado. Yo le he regalado palabras de mi vocabulario, y ella me ha recordado algunas de las que yo del suyo había olvidado. Era una canadiense anglófona empeñada en aprender castellano. Gracias a su paciencia he ido recuperando mi inglés atrancado; gracias a la mía ella ha afianzado el español que nunca había aprendido.
En Zubiri se han separado nuestros caminos. Quizás tendría que haberme quedado a practicar tai chi a su lado. ¿Y si fuera una de esas señales de las que tanto he leído?. Pero también lo practicaba uno de los dos alemanes. Me apetecía, pero no podía; las prisas de las que huyo; ¿la competición impresa en mi cuna ?; mi orgullo desde el inicio herido. Los dos alemanes, el brasileño; quizás, en el fondo, habría deseado que aquel trío se constituyera en cuarteto que a la carrera se comiera el Camino de Santiago en una semana y media, como mucho.
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