De nuevo solo, ya he perdido la costumbre y me siento extraño... Crece en mi interior un vacío raro que he tratado de llenar haciendo diversas cosas. Es difícil hacer nada en un lugar donde el fundamento es dejar de hacerlas y todo está preparado para descansar en silencio. Tras curarme las ampollas, con mimo bajo el cálido sol de mediados de septiembre, perpetrando un amago de conversación en inglés con una mujer que también se dolía de los pies. Dando vueltas, después, a un par de libros y a mis notas; interrumpiendo meditaciones en las que no era capaz de concentrarme. Sujetando la barra del bar del albergue, el único de este pueblo, el único bar y el único albergue; viendo pasar a la camarera de un lado a otro, sirviendo cafés y alguna que otra copa; intercambiando palabras con ella que no han formado ni cuatro frases mal hilvanadas.
No he dejado de preguntarme, ya duchado y con la ropa lavada, dónde estarían mis compañeros de viaje. ¿Hasta dónde habrían llegado? ¿Cuándo me habrían pasado? Al final no les había dado tiempo a alcanzarme mientras yo caminaba. Supongo que habrá sido la compañía improvisada la que me haya dado alas; o puede que ello hubieran ralentizado su marcha adrede para darme tiempo a llegar más lejos. Les ha salido mal la jugada, han desaparecido, hemos fracasado. Podrían haber parado aquí para informarse sobre mi paradero. Me siento aislado, abandonado; un poco triste y desolado. Hay que ver como son las cosas, en el patio ha estado haciendo yoga esa muchacha israelita de la que me había hablado Jordi, un chico catalán con el que había caminado unos pocos kilómetros hasta llegar Santo Domingo de la Calzada, el segundo día... Era un tipo majo, pero se había quedado por encontrarse con ella. No sé por qué pero sabía desde aquel mismo instante que yo la encontraría primero; me había avisado una intuición curiosa pero no me atreví a decirle nada. Ojala que aún estén a tiempo...
Unos cacahuetes y una invitación sincera. ¿Te apetece comerte unos huevos de gallina de cuadra con chorizo de cerdo de mi pocilga? Me lo decía un hombretón que se había sentado a mi lado en otro taburete. Tenía la cara que tiene la gente de pueblo, unos mofletes rojos colorados enmarcados por la piel morena del resto de la cabeza; gente de pueblo, pobre pero hospitalaria donde las haya. Enfundado en su buzo de faena, azul como los buzos de siempre; roído, desgastado, de colores abrasados por el brasero de verano y el congelador de enero. Un buzo de aquellos que parecían comprados poco después de la guerra de nuestros abuelos. Me ha contado con gran lujo de detalles en qué consistía su vida solitaria. Me ha confesado también que de vez en cuando bajaba desde el pueblo de al lado, su pueblo, Terradillos de los Templarios, a tomarse un par de cervezas. Pocos días, uno dos a la semana, porque su corta pensión no daba para demasiados alardes.Tenía su vehículo aparcado en la puerta, era un tractor viejo, de los años de Maricastaña.
Mientras tanto, la bolsa, abierta sin cuidado, desgarrada por unas manos temblorosas, había ido desparramando su contenido sobre el mostrador. Una bolsa bien dispuesta, como el que la había comprado; cacahuetes para todos. En la barra, entonces estábamos él y yo solos. Dos almas solitarias, él allí atrapado, yo allí volando, pero también encallado, aprendiendo que la existencia es propia e intransferible; y que se comparten instantes y azarosos azares. Félix me había invitado a cenar en su casa, yo he declinado su oferta, agradeciendo en lo más profundo de mí mismo el gesto. Sé que es lo que más habría querido, a mí no me habría importado; también me apetecía pero en el Camino de Santiago los albergues cierran sus puertas a las diez y media de la noche y ya eran las diez menos cuarto. Tendría que ser otro día. Lo siento y es un sentimiento cierto.
No he dejado de preguntarme, ya duchado y con la ropa lavada, dónde estarían mis compañeros de viaje. ¿Hasta dónde habrían llegado? ¿Cuándo me habrían pasado? Al final no les había dado tiempo a alcanzarme mientras yo caminaba. Supongo que habrá sido la compañía improvisada la que me haya dado alas; o puede que ello hubieran ralentizado su marcha adrede para darme tiempo a llegar más lejos. Les ha salido mal la jugada, han desaparecido, hemos fracasado. Podrían haber parado aquí para informarse sobre mi paradero. Me siento aislado, abandonado; un poco triste y desolado. Hay que ver como son las cosas, en el patio ha estado haciendo yoga esa muchacha israelita de la que me había hablado Jordi, un chico catalán con el que había caminado unos pocos kilómetros hasta llegar Santo Domingo de la Calzada, el segundo día... Era un tipo majo, pero se había quedado por encontrarse con ella. No sé por qué pero sabía desde aquel mismo instante que yo la encontraría primero; me había avisado una intuición curiosa pero no me atreví a decirle nada. Ojala que aún estén a tiempo...
Unos cacahuetes y una invitación sincera. ¿Te apetece comerte unos huevos de gallina de cuadra con chorizo de cerdo de mi pocilga? Me lo decía un hombretón que se había sentado a mi lado en otro taburete. Tenía la cara que tiene la gente de pueblo, unos mofletes rojos colorados enmarcados por la piel morena del resto de la cabeza; gente de pueblo, pobre pero hospitalaria donde las haya. Enfundado en su buzo de faena, azul como los buzos de siempre; roído, desgastado, de colores abrasados por el brasero de verano y el congelador de enero. Un buzo de aquellos que parecían comprados poco después de la guerra de nuestros abuelos. Me ha contado con gran lujo de detalles en qué consistía su vida solitaria. Me ha confesado también que de vez en cuando bajaba desde el pueblo de al lado, su pueblo, Terradillos de los Templarios, a tomarse un par de cervezas. Pocos días, uno dos a la semana, porque su corta pensión no daba para demasiados alardes.Tenía su vehículo aparcado en la puerta, era un tractor viejo, de los años de Maricastaña.
Mientras tanto, la bolsa, abierta sin cuidado, desgarrada por unas manos temblorosas, había ido desparramando su contenido sobre el mostrador. Una bolsa bien dispuesta, como el que la había comprado; cacahuetes para todos. En la barra, entonces estábamos él y yo solos. Dos almas solitarias, él allí atrapado, yo allí volando, pero también encallado, aprendiendo que la existencia es propia e intransferible; y que se comparten instantes y azarosos azares. Félix me había invitado a cenar en su casa, yo he declinado su oferta, agradeciendo en lo más profundo de mí mismo el gesto. Sé que es lo que más habría querido, a mí no me habría importado; también me apetecía pero en el Camino de Santiago los albergues cierran sus puertas a las diez y media de la noche y ya eran las diez menos cuarto. Tendría que ser otro día. Lo siento y es un sentimiento cierto.
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