A las siete y media de la mañana, como hacía tiempo que no ocurría. Ya había perdido el hábito de caminar tan temprano. He evocado aquellas caminatas, por estos mismos parajes, allí por los meses de mayo y junio, cuando amanecía más temprano; como entonces meditando en solitario. Pero hoy a las siete y media era de noche, y ha tardado un buen rato en asomarse el astro luminoso para iluminar mis pasos. He avanzado hasta ese instante casi de prestado, como desorientado; aunque no fuera un trayecto complicado.
Me había vuelto a levantar muy temprano, como todos los días; pero a diferencia de los anteriores, hoy no he tenido que escribir, esperando. Aunque no fuera mal antídoto contra la desesperación que a esas horas solía amenazar con quebrar mi paciencia frágil, no era lo que habría querido estar haciendo. Sólo había sido mi refugio para no hacer mala leche, sin ello me habrían llevado los demonios. Habría sido distinto esperar, escribiendo por supuesto; pero en esas situaciones tan incómodas no me resultaba fácil hacerlo como entretenimiento; enhebrar ideas con la tinta de mi imaginación requiere una paz que no me permite el malestar. En esos momentos angustiosos no lo hacía porque urgía desconectar. Esta afición, que cultivo con devoción, casi como vocación única y sustancial, me amarga en el paladar cuando lo hago para llenar los huecos que abre el aburrimiento, el enfado o las obligaciones.
Y es que desde el día que abandoné mi casa no recuerdo ni uno en el que hubiésemos partido del albergue antes de las ocho y media. Yo tan madrugador me había consolidado en un grupo de perezosos empedernidos... Ahora que lo pienso... ¡Menos mal! En ciertas partes del recorrido no habríamos hecho más que tropezar. Mejor habría hecho hoy también si en vez de marchar sin atender a nada más me hubiese quedado en el bar compartiendo café con leche y croissant con el resto de peregrinos que allí, pacientemente, conversando... Por fin he descubierto el por qué.
Me había vuelto a levantar muy temprano, como todos los días; pero a diferencia de los anteriores, hoy no he tenido que escribir, esperando. Aunque no fuera mal antídoto contra la desesperación que a esas horas solía amenazar con quebrar mi paciencia frágil, no era lo que habría querido estar haciendo. Sólo había sido mi refugio para no hacer mala leche, sin ello me habrían llevado los demonios. Habría sido distinto esperar, escribiendo por supuesto; pero en esas situaciones tan incómodas no me resultaba fácil hacerlo como entretenimiento; enhebrar ideas con la tinta de mi imaginación requiere una paz que no me permite el malestar. En esos momentos angustiosos no lo hacía porque urgía desconectar. Esta afición, que cultivo con devoción, casi como vocación única y sustancial, me amarga en el paladar cuando lo hago para llenar los huecos que abre el aburrimiento, el enfado o las obligaciones.
Y es que desde el día que abandoné mi casa no recuerdo ni uno en el que hubiésemos partido del albergue antes de las ocho y media. Yo tan madrugador me había consolidado en un grupo de perezosos empedernidos... Ahora que lo pienso... ¡Menos mal! En ciertas partes del recorrido no habríamos hecho más que tropezar. Mejor habría hecho hoy también si en vez de marchar sin atender a nada más me hubiese quedado en el bar compartiendo café con leche y croissant con el resto de peregrinos que allí, pacientemente, conversando... Por fin he descubierto el por qué.
Hola hacedor de sueños, el que no ponga comentarios no quiere decir que no lea atentamente todas las entradas, me gustan soy una persona inquieta y todo lo que sea aprender es lo mio, estas páginas son maravillosas, tengo que decir que las espero para perderme en esos caminos y así seguir siempre adelante.
ResponderEliminarUn fuerte saludo