Apenas había despertado a las siete de la mañana. Y se me pasó por la cabeza destrozar la rutina en que se estaba transformando mi afán obsesivo por no someterme a la norma. Tanto había corrido en contra que la estampida inicial me estaba llevando al agotamiento y al mismo entuerto. Recorrido el giro y trescientos sesenta grados compungido, tras completar otra vuelta me parece que estoy en el punto de partida. Allí sentado, aburrido, huyendo de todo lo aprendido; siendo testigo de las tonterías que critico, siendo un tonto consentido... ¿repitiendo el error que en casa ajena tanto detesto?
Comprimido, para no moverme sin control, controlando cada impulso espontáneo que me descalifique; conteniendo el movimiento mismo. Sentía, lo que debiera ser fluido, atascado y frío, amarrándome con esfuerzo pasivo a la calma ficticia; finjo serenidad, añoro un sorbito de paz, esa que dicen sentir, a mi lado, los que a mi lado están; ¿dónde estará?, ¿cómo se hará para escapar de esta sensación de zafiedad? Otro de esos extraños contrasentidos que voy descubriendo desde que no me impongo correr desesperado en busca de conflictos ajenos. Quiero convencerme de que dentro de mis carnes tengo los suficientes como para no ir haciendo alardes en otros hogares. No es necesario, yo ya tengo bastantes. ¿Por qué a veces creo que ni yo confío en lo que cuentan mis cuentos?
Decía que eran las ocho de la mañana cuando, sin pensarlo, mochila en mano, la deshice para volverla a rellenar sin lastres insustanciales; con lo estrictamente necesario. Agua; y algo que me protegiese del fresco, aunque ya no fuese invierno; paraguas, no haría falta con el cielo tan azulado y el parte climatológico anunciando los rigores del incipiente verano; no llevaría comida, no lo creí necesario; el chaleco refractante, por si se me hiciera de noche; y un libro, por si acaso, siempre me acompaña. Antes de las nueve ya había tomado el camino sin rumbo, dirección a perder las referencias y notas previas. Huyendo hacia mi desencuentro con el sucedáneo de lo supuestamente divino. Un rato o todo un día; y si fuera valiente, improvisando, desde ese instante toda la vida andando, sin metas, sin contratos, sin compromisos atados a hábitos preestablecidos. Cambiándolo todo, y que no sea más de lo mismo; me niego a resistirme a escuchar en lo más profundo de este ser triste el runrun atascado del corazón abandonado: el cambio es, no existe.
A las diez de la tarde, ya se anunciaba la noche; en estas fechas el ocaso amanece alrededor de las nueve. Más de doce horas, media jornada, vagando por el mundo de alrededor de mi casa, en un radio de no más de ocho kilómetros; tan cerca de todo, tan lejos de la nada quebrada en pedazos de importancia. Ayer lo comprobé, era esa la rodaja de tiempo en la que contemplaba su desaparición allá a lo lejos, por encima de la línea que funde con el cielo el Ebro. El único instante, salvando cuando por la mañana nace, en que es posible comprobar en carne propia la velocidad con que la tierra se mueve en torno al sol. Una velocidad de vértigo que, para mi desgracia, permanece a menudo dormitando cantidades de urgentes discrepancias. No habrían pasado más de tres minutos desde que el borde inferior de la esfera ardiente tocara el horizonte hasta que la superior se zambullera en el olvido del antecesor de la noche. El crepúsculo me confundió y el reloj se quebró.
Me quedé en blanco, no es lo mismo contemplar que estar mirando. Me he despertado, esta mañana, pensando en el día pasado, recorriendo caminos, aquí al lado; conversando con compañeros improvisados, por aquellos campos; andando, no sintiendo como tal lo que hasta ayer fuera un ridículo fatal. Me sorprendí abrazando a un árbol, hablando solo, narrándole a las flores fantasías de un necio atolondrado; haciendo pasos sin dar un palo al agua. Y todo esto sin sentir que estuviera haciendo algo raro de lo que arrepentirme al recuperar la cordura, perdida por un rato. Recibí, sin pensar en nada más, las sonrisas agradecidas de tanta gente que, al menos una vez en su vida, habría hecho lo mismo que yo estaba haciendo. Llorar al darme cuenta de que era una pena que todo esto no se reconociera, sin complejos y en directo.
Yo no voy a hacer lo mismo, quiero rendirle tributo a la luna que, en silencio, refleja cada noche la luz del sol que la preña. Quizás así el ruiseñor deje de ser un símbolo, atrapado entre tantas letras, para ser... Para ser lo que quiera que sea... Lo que haya de ser, por naturaleza propia.
Comprimido, para no moverme sin control, controlando cada impulso espontáneo que me descalifique; conteniendo el movimiento mismo. Sentía, lo que debiera ser fluido, atascado y frío, amarrándome con esfuerzo pasivo a la calma ficticia; finjo serenidad, añoro un sorbito de paz, esa que dicen sentir, a mi lado, los que a mi lado están; ¿dónde estará?, ¿cómo se hará para escapar de esta sensación de zafiedad? Otro de esos extraños contrasentidos que voy descubriendo desde que no me impongo correr desesperado en busca de conflictos ajenos. Quiero convencerme de que dentro de mis carnes tengo los suficientes como para no ir haciendo alardes en otros hogares. No es necesario, yo ya tengo bastantes. ¿Por qué a veces creo que ni yo confío en lo que cuentan mis cuentos?
Decía que eran las ocho de la mañana cuando, sin pensarlo, mochila en mano, la deshice para volverla a rellenar sin lastres insustanciales; con lo estrictamente necesario. Agua; y algo que me protegiese del fresco, aunque ya no fuese invierno; paraguas, no haría falta con el cielo tan azulado y el parte climatológico anunciando los rigores del incipiente verano; no llevaría comida, no lo creí necesario; el chaleco refractante, por si se me hiciera de noche; y un libro, por si acaso, siempre me acompaña. Antes de las nueve ya había tomado el camino sin rumbo, dirección a perder las referencias y notas previas. Huyendo hacia mi desencuentro con el sucedáneo de lo supuestamente divino. Un rato o todo un día; y si fuera valiente, improvisando, desde ese instante toda la vida andando, sin metas, sin contratos, sin compromisos atados a hábitos preestablecidos. Cambiándolo todo, y que no sea más de lo mismo; me niego a resistirme a escuchar en lo más profundo de este ser triste el runrun atascado del corazón abandonado: el cambio es, no existe.
A las diez de la tarde, ya se anunciaba la noche; en estas fechas el ocaso amanece alrededor de las nueve. Más de doce horas, media jornada, vagando por el mundo de alrededor de mi casa, en un radio de no más de ocho kilómetros; tan cerca de todo, tan lejos de la nada quebrada en pedazos de importancia. Ayer lo comprobé, era esa la rodaja de tiempo en la que contemplaba su desaparición allá a lo lejos, por encima de la línea que funde con el cielo el Ebro. El único instante, salvando cuando por la mañana nace, en que es posible comprobar en carne propia la velocidad con que la tierra se mueve en torno al sol. Una velocidad de vértigo que, para mi desgracia, permanece a menudo dormitando cantidades de urgentes discrepancias. No habrían pasado más de tres minutos desde que el borde inferior de la esfera ardiente tocara el horizonte hasta que la superior se zambullera en el olvido del antecesor de la noche. El crepúsculo me confundió y el reloj se quebró.
Me quedé en blanco, no es lo mismo contemplar que estar mirando. Me he despertado, esta mañana, pensando en el día pasado, recorriendo caminos, aquí al lado; conversando con compañeros improvisados, por aquellos campos; andando, no sintiendo como tal lo que hasta ayer fuera un ridículo fatal. Me sorprendí abrazando a un árbol, hablando solo, narrándole a las flores fantasías de un necio atolondrado; haciendo pasos sin dar un palo al agua. Y todo esto sin sentir que estuviera haciendo algo raro de lo que arrepentirme al recuperar la cordura, perdida por un rato. Recibí, sin pensar en nada más, las sonrisas agradecidas de tanta gente que, al menos una vez en su vida, habría hecho lo mismo que yo estaba haciendo. Llorar al darme cuenta de que era una pena que todo esto no se reconociera, sin complejos y en directo.
Yo no voy a hacer lo mismo, quiero rendirle tributo a la luna que, en silencio, refleja cada noche la luz del sol que la preña. Quizás así el ruiseñor deje de ser un símbolo, atrapado entre tantas letras, para ser... Para ser lo que quiera que sea... Lo que haya de ser, por naturaleza propia.
Los ruiseñores por naturalez propia vuelan en pos de sus sueños, tú además construyes los tuyos y nos los ofreces con las manos abiertas.
ResponderEliminarFeliz vuelo y Feliz Camino.
...Yo no voy a hacer lo mismo, quiero rendirle tributo a la luna que, en silencio, refleja cada noche la luz del sol que la preña. Quizás así el ruiseñor deje de ser un símbolo, atrapado entre tantas letras, para ser... Para ser lo que quiera que sea... Lo que haya de ser, por naturaleza propia....
ResponderEliminarÉste último párrafo sintetiza la esencia misma de la vida!
Mi abrazo de siempre Karu!!!
Una entrega que mejora con mucho la anterior.
ResponderEliminarGuau¡¡, con éxtasis incluido.
Llegaste de verdad?
Si fué asi, dicha no te ha de faltar,sensibilidad tampoco.
Lágrimas de Fé y Esperanza
salieron de tus ojos¡.
Te dejo Abrazo.