Su capacidad de elección se fundamentó en aliarse con la determinación... Aún cuando todas los acontecimientos se rebelaran en favor de la indisposición; y todos los accidentes se fueran revelando, uno a uno, para quitarle de la cabeza la ocasión. Cuando el doctor, dueño y señor incidental de su salud, la había condenado con un rotundo no... La señora paciente, prácticamente indolente, con un pellizco pedante, casi insolente, había dado de lado a la impaciencia urgente del galeno remilgado... Se había salido, de lo establecido, por la tangente... Determinó, haciendo oídos sordos a las palabras entendidas del cirujano, que la respuesta correcta tendría que ser, por supuesto, que sí. Las circunstancias opuestas tendrían que esperar.
Paciencia, indolencia; un pelín de inconsciencia; algo de confianza en la providencia; mucha cabezonería y pocos fingimientos; como el destino mismo, como el azar disperso; aliada con el calendario, había llegado a tiempo; casi cuarenta años después. Ella seguía viviendo en un pueblo próximo al que lo hiciera por entonces, como lo había hecho desde que emigrara de cría... A mí también me tocó hacerlo, no viví más de cuatro años allí donde había nacido. Apenas había logrado recordar nada en todo este tiempo, tampoco me había preocupado no hacerlo. Quizás, inconscientemente, lo evitara. No era un tema que me volviera loco, ni siquiera había afectado un poco a mi cordura; otras obsesiones habrían sido las causas. Donde habito ahora, alejado de aquellas tierras, me ocupaban otras faltas; al menos en apariencia. Poco más allá de una guardilla, un trastero relevado de sus funciones; de almacenar trastos, pasó a hacinar gente; allí arriba, encima del sexto piso, desde donde las escaleras se estrechaban y las clarabollas iluminaban los peldaños con más fuerza; los últimos de muchos, hasta entonces sacados de la penumbra por bombillas alimentadas a ciento veinticinco. Hacía el séptimo, por tanto... Sin ascensor, por supuesto; hace tantos años no abundaban esos artefactos.
No habría sido capaz, sin su aparición, de robarle al olvido aquellos retales de aquel pasado fugaz. Aquel camarote enano... Sus techos inclinados, calcados de la disposición de las tejas sobre los tejados; techos que debían de ser el reverso de las prolongaciones de los dos aleros que acostumbraban a evacuar regueros continuos de agua; el sirimiri solía, suele, caer tan menudo, como a menudo, por aquellas tierras que, aunque me encantan, nunca las he considerado propias; creo que no tuve tiempo para apropiarme de ellas. Evoco, como entre sueños brumosos; tal vez imagino, quiero inventar y lo hago; algo, allí en lo alto, en la cúspide del triángulo que formaban, con base en las vigas de madera que cruzaban las pocas estancias que conformaban la que entonces era mi casa; el primer hogar que me había dado sustento. Allí arriba coloco mi Ángel del la Guarda.
¿Sería casualidad? ¿Cuál habrá sido la razón de esta confusión? Si lo llego a planear no me sale mejor. Mª Angeles... Ha sido determinante también, otra vez; una señal fundamental, esta vez para mí. Ella no se acordaba de mis padres, porque mi padre era un señor normal, y mi madre una señora mayor y del montón para ella, por entonces jovenzuela. Pero lo que tenía impreso en su retina, como si lo estuviera viendo ahora mismo, era a aquel ciego, vestido con americana y gafas negras, que cuidaba con más habilidad, si cabe, que un vidente habilidoso a aquel niño repeinado, con raya perfectamente delineada en un costado.
Paciencia, indolencia; un pelín de inconsciencia; algo de confianza en la providencia; mucha cabezonería y pocos fingimientos; como el destino mismo, como el azar disperso; aliada con el calendario, había llegado a tiempo; casi cuarenta años después. Ella seguía viviendo en un pueblo próximo al que lo hiciera por entonces, como lo había hecho desde que emigrara de cría... A mí también me tocó hacerlo, no viví más de cuatro años allí donde había nacido. Apenas había logrado recordar nada en todo este tiempo, tampoco me había preocupado no hacerlo. Quizás, inconscientemente, lo evitara. No era un tema que me volviera loco, ni siquiera había afectado un poco a mi cordura; otras obsesiones habrían sido las causas. Donde habito ahora, alejado de aquellas tierras, me ocupaban otras faltas; al menos en apariencia. Poco más allá de una guardilla, un trastero relevado de sus funciones; de almacenar trastos, pasó a hacinar gente; allí arriba, encima del sexto piso, desde donde las escaleras se estrechaban y las clarabollas iluminaban los peldaños con más fuerza; los últimos de muchos, hasta entonces sacados de la penumbra por bombillas alimentadas a ciento veinticinco. Hacía el séptimo, por tanto... Sin ascensor, por supuesto; hace tantos años no abundaban esos artefactos.
No habría sido capaz, sin su aparición, de robarle al olvido aquellos retales de aquel pasado fugaz. Aquel camarote enano... Sus techos inclinados, calcados de la disposición de las tejas sobre los tejados; techos que debían de ser el reverso de las prolongaciones de los dos aleros que acostumbraban a evacuar regueros continuos de agua; el sirimiri solía, suele, caer tan menudo, como a menudo, por aquellas tierras que, aunque me encantan, nunca las he considerado propias; creo que no tuve tiempo para apropiarme de ellas. Evoco, como entre sueños brumosos; tal vez imagino, quiero inventar y lo hago; algo, allí en lo alto, en la cúspide del triángulo que formaban, con base en las vigas de madera que cruzaban las pocas estancias que conformaban la que entonces era mi casa; el primer hogar que me había dado sustento. Allí arriba coloco mi Ángel del la Guarda.
¿Sería casualidad? ¿Cuál habrá sido la razón de esta confusión? Si lo llego a planear no me sale mejor. Mª Angeles... Ha sido determinante también, otra vez; una señal fundamental, esta vez para mí. Ella no se acordaba de mis padres, porque mi padre era un señor normal, y mi madre una señora mayor y del montón para ella, por entonces jovenzuela. Pero lo que tenía impreso en su retina, como si lo estuviera viendo ahora mismo, era a aquel ciego, vestido con americana y gafas negras, que cuidaba con más habilidad, si cabe, que un vidente habilidoso a aquel niño repeinado, con raya perfectamente delineada en un costado.
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ResponderEliminarPara narrar y para dejarnos en ascuas, a la espera del siguiente capítulo.
ResponderEliminarEn mi habitación también había un Angel de la Guarda, me miraba sonriente y protector desde la pared, mientras cuidaba a dos críos que recogían flores en el campo. Me gustaba verle salir del cuadro y volar hacia las vigas de la habitación, pintadas de un azul cobalto, y traspasarlas. Siempre supe que un día me enseñaría a volar como él lo hacía.
Besos.
Sincronicidad?
ResponderEliminarAngel protector, dulce compañía, no nos abandones ni de noche... ni de día!!
Abrazos estelares!!