Camino de nuestros aposentos, iba diciendo; con paso firme, por supuesto. Le sobraban las cortesías vacías a su porte militar erguido, aunque fuera menos cierto que fingido. No sé lo que sería que le remordiese por dentro para mostrar tanto odio y escupir tantos pensamientos perversos... Tan solo estaba pensando, y seguía imaginando imágenes sonrojantes. Y no imagino, ni de lejos, a Ana haciendo este servicio militar forzado a la carrera, ni esquivando los proyectiles que, entre tanto y tanto, nos iba lanzando; por algo el destino le había impedido a ella que nos siguiera... O a nosotros, nuestras ganas esperarla. Mejor que se habría quedado por lo que de paz ella tenía y de guerra aquí se respiraba. Se ha adelantado, sin mirar hacia atrás por supuesto, al menos en apariencia, dictando a diestro y siniestro normas con su verborrea eterna; se me estaba haciendo largo todo aquello a pesar de que creyera que al final merecería la pena.
Y que le siga el peregrino, aunque sea su bien más preciado, arrastras; seguramente sacando la lengua y, cabalgando sobre ella, un corazón ya maltrecho tras tantos esfuerzos necesarios... Al que añadir este último, gratuitamente impuesto, por el capricho de un niño, con arrugas de adulto, que aún no había crecido... Su minuto de gloria, nuestra hora de espanto. Maldita la satisfacción que de ira se preña. Señores, ¿somos peregrinos o somos señoritos de feria...? A la derecha está la lavandería, recitaba con voz perversa dispuesta para impresionar a la gente. Hay lavadoras y grifos, pero la lavadora cuesta un huevo, eso lo decía con sorna. Tres euros al menos, para algo están las manos y el jabón natural de trozo, restregando con fuerza se sacan todas las mierdas, hasta las que llevas dentro pegadas desde hace tiempo. Restrégate, sin mecanismos automáticos, por tanto. Las botas y los bastones se dejan en la estantería de madera que hay detrás de la puerta, enfrente de la fregadera; ahora antes de entrar en los cuartos de descanso. ¿Que por qué no puedes llevártelas puestas? Porque a mí me da la gana; porque esta es mi casa. He seguido pensando, ya casi preocupado: a este paso, no lo logramos.
Y, ahora, en cuanto lleguemos ordenáis todas vuestras cosas, en silencio porque hay gente durmiendo; y no dejéis cosas tiradas ni desordenadas porque el espacio es de todos, no solamente vuestro. Y os ducháis en las duchas que hay entrando a la izquierda; continuaba el ordeno y mando, por un momento he pensado que íbamos a encontrarnos unos barracones con mangueras de agua congelada y una cuadrilla de esbirros lacayos preparados para obligarnos a no escaquearnos. Sin meter ruido, sin molestar a los otros. Iba bajando su alarido estruendoso a medida que nos acercábamos a la puerta que rezaba: “dormitorios, no se fuma, no se habla, aquí no se come, silencio”; en varios idiomas, por supuesto. Hasta convertirse en un susurro, y a pesar de susurro, mandato inquisitivo... Más normas sin motivo, ¿quién no sabe todas estas cosas? Prueba superada, cuando hemos cruzado esa puerta y hemos visto, al final del pequeño pasillo, la camareta y las literas... No podía durar mucho más su arrebato, en un momento acabaría su arenga y nuestro suplicio.
Y que le siga el peregrino, aunque sea su bien más preciado, arrastras; seguramente sacando la lengua y, cabalgando sobre ella, un corazón ya maltrecho tras tantos esfuerzos necesarios... Al que añadir este último, gratuitamente impuesto, por el capricho de un niño, con arrugas de adulto, que aún no había crecido... Su minuto de gloria, nuestra hora de espanto. Maldita la satisfacción que de ira se preña. Señores, ¿somos peregrinos o somos señoritos de feria...? A la derecha está la lavandería, recitaba con voz perversa dispuesta para impresionar a la gente. Hay lavadoras y grifos, pero la lavadora cuesta un huevo, eso lo decía con sorna. Tres euros al menos, para algo están las manos y el jabón natural de trozo, restregando con fuerza se sacan todas las mierdas, hasta las que llevas dentro pegadas desde hace tiempo. Restrégate, sin mecanismos automáticos, por tanto. Las botas y los bastones se dejan en la estantería de madera que hay detrás de la puerta, enfrente de la fregadera; ahora antes de entrar en los cuartos de descanso. ¿Que por qué no puedes llevártelas puestas? Porque a mí me da la gana; porque esta es mi casa. He seguido pensando, ya casi preocupado: a este paso, no lo logramos.
Y, ahora, en cuanto lleguemos ordenáis todas vuestras cosas, en silencio porque hay gente durmiendo; y no dejéis cosas tiradas ni desordenadas porque el espacio es de todos, no solamente vuestro. Y os ducháis en las duchas que hay entrando a la izquierda; continuaba el ordeno y mando, por un momento he pensado que íbamos a encontrarnos unos barracones con mangueras de agua congelada y una cuadrilla de esbirros lacayos preparados para obligarnos a no escaquearnos. Sin meter ruido, sin molestar a los otros. Iba bajando su alarido estruendoso a medida que nos acercábamos a la puerta que rezaba: “dormitorios, no se fuma, no se habla, aquí no se come, silencio”; en varios idiomas, por supuesto. Hasta convertirse en un susurro, y a pesar de susurro, mandato inquisitivo... Más normas sin motivo, ¿quién no sabe todas estas cosas? Prueba superada, cuando hemos cruzado esa puerta y hemos visto, al final del pequeño pasillo, la camareta y las literas... No podía durar mucho más su arrebato, en un momento acabaría su arenga y nuestro suplicio.
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