Uno de mis recién estrenados compañeros, uno de los que había abandonado por la mañana..., me ha adelantado como alma perseguida por el diablo. ¿Espíritu al que se llevara el viento o el peón empeñado en forzar la maquinaria de su invento?, yo le había conocido mucho antes que ellos, y ya me había sorprendido que se hubiese quedado desayunando tan tranquilo. Él siempre acumulaba prisas de sobra, las tres o cuatro veces que habíamos coincidido había salido del albergue sin dejar rayar el alba. ¿Se le habrían acabado las pilas? ¿O sería que se habría tomado diez tilas? Me tenía desconcertado.
Ayer, aunque ya fuera uno de los nuestros, fiel a su estilo, había decidido ser la avanzadilla que nos abriera camino por aquellas rampas gallegas. Txomin, el adalid terco que, devorando kilómetros y lo que hiciera falta, siempre a solas, siempre a la carrera, llegara a todos los puntos de destino antes de que abrieran las puertas; aunque aquello le costara ejércitos y vituallas. Hoy me ha vuelto a mostrar su rastro de sangre embotado en esas botas impermeables, pero en esta ocasión algo había cambiado... El llanero solitario me ha preguntado por los otros, ¿querría dejar de serlo? El sabueso acechaba en busca de su presa; pero su presa, esta vez, no era llegar el primero.
Ellos habían elegido otra variante, visitarían el Monasterio de Samos. De verdad que no quería llevarles la contraria pero, a mí, su propuesta no me estaba seduciendo. No sé por qué no me apetecía, me gustan los itinerarios que desechan las multitudes, era la ruta menos transitada... Además, decían que el recorrido era, incluso, más hermoso; plagado de bosques más verdes y con más torrentes azules. ¡Maravilloso! Y mis pies me estaban pidiendo cancha, pero en mi cabeza no cabía la idea de desviarse; quizás fueran demasiados kilómetros o, quizás, fuera justamente que ellos hubieran decidido recorrerlos. ¿Una defensa para seguir siendo un incomprendido?, sabía que era una tontería, pero no tenía respuesta; estaba hecho un lío. Aunque había pasado por enfrente de la puerta del albergue de Triacastela demasiado temprano, con muy pocos kilómetros en mis piernas y tiempo suficiente para continuar andando... En el albergue de Triacastela me he apalancado.
Había decidido desperdiciar un domingo, repartiéndome las cuatro literas de la camareta que me había tocado en suerte... con un alemán muy viejo, con un francés con ojos rasgados, que en edad no le iría a la zaga, y con un hueco que tendríamos que rellenar entre los tres. Lo habían dejado vacío por respeto al siguiente, yo lo he utilizado para ordenar y desordenar algunas cosas, para tener algo en que ocupar mi aburrimiento. El otro día me decía otro peregrino que aquí el tiempo se mostraba caprichoso, que todo acontecía muy lento; todavía no he descubierto el motivo, pero yo también lo percibo, sobre todo en esos momentos en que me gustaría que todo corriera. Aquí, hasta al reloj parece que le salgan ampollas; todo transcurre como en cámara lenta, me recuerda la “moviola” de aquellos programas deportivos de la televisión de antaño... Como si pudiera analizar cada instante, cada paso mal dado; cada tropiezo, cada acierto. El Camino de Santiago es una maqueta de la vida completa; mi existencia y la del resto reducida a un recinto que abarco con mi mirada; en el que veo, en cada momento, sus piezas y movimientos; desde arriba, desde mi atalaya. Cuarenta años, en un unas treinta jornadas.
Otra coincidencia... Aarón ha aparecido, otro de esos encuentros improvisados, tan fugaces como especiales, que empiezan a hacerse habituales. Esta vez venía acompañado por Paqui, que se había separado de Eva, su compañera inseparable. Ellos pensaban comer un menú en el restaurante, yo aunque lo tengo vetado he aceptado por ser fin de semana y porque los supermercados estaban cerrados. No tenía nada que llevarme a la boca, y un día es un día; en veintitrés el primero, merecía la pena celebrarlo. La comida estaba exquisita, un buen rabo de toro estofado con muchas patatas fritas, y una sopa gallega, de esas con fundamento; diez euros que no me han hecho daño porque la compañía ha sido exquisita. Como siempre un soplo de aire fresco, fugaz, furtivo, fugitivo...
¡Qué malas consejeras son las prisas...! Si se hubiera quedado a mi lado les habría encontrado mucho antes, y no habría tenido que pasar toda la tarde esperándoles, desesperado por no haber dado con ellos. Cosas que tiene este juego de estrategia tan extraño que estamos jugando. ¿Quién dispondrá las piezas de ajedrez sobre el tablero? ¿Cuál la mano que las esté jugando? Allí estaba Txomin sentado, me había adelantado a un ritmo urgente, yo sabía que detrás llegarían los otros dos, al ralentí, disfrutando. Supongo que aunque no lo demostrase estaría un poco enfadado, y muy frustrado; ya haría tiempo que él habría llegado a Samos. ¡Lo que son las cosas...!, yo también he estado allí, aunque no caminando. Se presentaba una tarde asquerosa y aún la disfruto... Gracias a todas estas casualidades que no he provocado a conciencia... Gracias, también, a Pilar por haberse acercado a verme, y por haberme acercado en coche a ver el Monasterio de Samos.
Ayer, aunque ya fuera uno de los nuestros, fiel a su estilo, había decidido ser la avanzadilla que nos abriera camino por aquellas rampas gallegas. Txomin, el adalid terco que, devorando kilómetros y lo que hiciera falta, siempre a solas, siempre a la carrera, llegara a todos los puntos de destino antes de que abrieran las puertas; aunque aquello le costara ejércitos y vituallas. Hoy me ha vuelto a mostrar su rastro de sangre embotado en esas botas impermeables, pero en esta ocasión algo había cambiado... El llanero solitario me ha preguntado por los otros, ¿querría dejar de serlo? El sabueso acechaba en busca de su presa; pero su presa, esta vez, no era llegar el primero.
Ellos habían elegido otra variante, visitarían el Monasterio de Samos. De verdad que no quería llevarles la contraria pero, a mí, su propuesta no me estaba seduciendo. No sé por qué no me apetecía, me gustan los itinerarios que desechan las multitudes, era la ruta menos transitada... Además, decían que el recorrido era, incluso, más hermoso; plagado de bosques más verdes y con más torrentes azules. ¡Maravilloso! Y mis pies me estaban pidiendo cancha, pero en mi cabeza no cabía la idea de desviarse; quizás fueran demasiados kilómetros o, quizás, fuera justamente que ellos hubieran decidido recorrerlos. ¿Una defensa para seguir siendo un incomprendido?, sabía que era una tontería, pero no tenía respuesta; estaba hecho un lío. Aunque había pasado por enfrente de la puerta del albergue de Triacastela demasiado temprano, con muy pocos kilómetros en mis piernas y tiempo suficiente para continuar andando... En el albergue de Triacastela me he apalancado.
Había decidido desperdiciar un domingo, repartiéndome las cuatro literas de la camareta que me había tocado en suerte... con un alemán muy viejo, con un francés con ojos rasgados, que en edad no le iría a la zaga, y con un hueco que tendríamos que rellenar entre los tres. Lo habían dejado vacío por respeto al siguiente, yo lo he utilizado para ordenar y desordenar algunas cosas, para tener algo en que ocupar mi aburrimiento. El otro día me decía otro peregrino que aquí el tiempo se mostraba caprichoso, que todo acontecía muy lento; todavía no he descubierto el motivo, pero yo también lo percibo, sobre todo en esos momentos en que me gustaría que todo corriera. Aquí, hasta al reloj parece que le salgan ampollas; todo transcurre como en cámara lenta, me recuerda la “moviola” de aquellos programas deportivos de la televisión de antaño... Como si pudiera analizar cada instante, cada paso mal dado; cada tropiezo, cada acierto. El Camino de Santiago es una maqueta de la vida completa; mi existencia y la del resto reducida a un recinto que abarco con mi mirada; en el que veo, en cada momento, sus piezas y movimientos; desde arriba, desde mi atalaya. Cuarenta años, en un unas treinta jornadas.
Otra coincidencia... Aarón ha aparecido, otro de esos encuentros improvisados, tan fugaces como especiales, que empiezan a hacerse habituales. Esta vez venía acompañado por Paqui, que se había separado de Eva, su compañera inseparable. Ellos pensaban comer un menú en el restaurante, yo aunque lo tengo vetado he aceptado por ser fin de semana y porque los supermercados estaban cerrados. No tenía nada que llevarme a la boca, y un día es un día; en veintitrés el primero, merecía la pena celebrarlo. La comida estaba exquisita, un buen rabo de toro estofado con muchas patatas fritas, y una sopa gallega, de esas con fundamento; diez euros que no me han hecho daño porque la compañía ha sido exquisita. Como siempre un soplo de aire fresco, fugaz, furtivo, fugitivo...
¡Qué malas consejeras son las prisas...! Si se hubiera quedado a mi lado les habría encontrado mucho antes, y no habría tenido que pasar toda la tarde esperándoles, desesperado por no haber dado con ellos. Cosas que tiene este juego de estrategia tan extraño que estamos jugando. ¿Quién dispondrá las piezas de ajedrez sobre el tablero? ¿Cuál la mano que las esté jugando? Allí estaba Txomin sentado, me había adelantado a un ritmo urgente, yo sabía que detrás llegarían los otros dos, al ralentí, disfrutando. Supongo que aunque no lo demostrase estaría un poco enfadado, y muy frustrado; ya haría tiempo que él habría llegado a Samos. ¡Lo que son las cosas...!, yo también he estado allí, aunque no caminando. Se presentaba una tarde asquerosa y aún la disfruto... Gracias a todas estas casualidades que no he provocado a conciencia... Gracias, también, a Pilar por haberse acercado a verme, y por haberme acercado en coche a ver el Monasterio de Samos.
Muchas gracias por tu extensa felicitación.
ResponderEliminarMe pasaré despacito a tu camino.
Que tengas buen día
Un saludo
Hay sabuesos por ahí también? jajaja, tapizado de misterios está el camino amigo,
ResponderEliminargracias por tus visitas, me gusta que pases por casa...
Abrazos!
agradecer tus comentarios y aqui voy enganchada en tu historia,un abrazo.
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