Poco antes de llegar a La Faba, en un punto indeterminado de aquel ascenso constante, adentrados ya en el monte, caminábamos por senderos estrechos, embarrados y llenos de piedras, entre moñigas de vaca, olor a mierda y orines. Una chica se estaba quejando de todo lo que le rodeaba; y del día asqueroso, sobretodo. Las dos jornadas precedentes ya le habían hecho la puñeta, las amenazas de lluvia le ponían los nervios de punta; el tercero ha colmado el tarro de su paciencia, ni siquiera una... ni siquiera una fotografía había tomado... La climatología adversa le estaba privando de aquellos paisajes maravillosos por los que estábamos transitando..., en la antesala de la Galicia profunda, la panorámica era fecunda... Pero ella no podría inmortalizarla.
Estaba empapada, y eso tampoco lo soportaba, la capa le incomodaba; no iba a arriesgarse a que la cámara se le mojara; le había costado un ojo de la cara... Se justificaba. Pero sin el agua no nos sería posible disfrutar de parajes extraordinarios; no alcanzaba su mirada frustrada a comprenderlo. Abanicos de verdes irrepetibles que, tendidos sobre el pasto, se nos fueron ofreciendo espontáneos, regalados; habría sido un espectáculo impensable, tan solo hacía tres o cuatro días, entre las doce del mediodía y las cuatro de la tarde, por aquellos braseros castellanos. El frío y la niebla aportaban su granito de arena al despecho exaltado; como ella decía, no había derecho... Pero, sin ellos...
Hace unos días me topé con un tipo raro que se iba quedando atrás para, enseguida, adelantarme; así, durante un buen trecho, casi media jornada, fueron sucediéndose sus embestidas. Caminaba poseído por un ente extraño que llevaba en la mano; me pareció una marioneta manejada, corriendo y parando, detrás del disparador compulsivo de su cámara compacta. Aferrado al encuadre más comprometido, que yo observaba torcido; midiendo luces y sombras, cazador impertinente de miles de instante; todos y cada uno, aquí, allá y acullá... Parecía embriagado, yo diría embobado; no sé si sería muy distinta aquella sensación a la de un borracho... Tras las carcajadas, al día siguiente apenas queda nada sino los vapores de la resaca; y la convicción obligada: “¡claro que fue cojunuda la velada!”. Sigo dudando que sean las mismas risas, aquellas que acaban por la mañana con migrañas. ¿Le daría tiempo a emocionarse? ¿Acaso sentiría? Pienso que con tanto ajetreo había desperdiciado unos cuantos momentos fundamentales... Como la vida misma, reales.
¿Merecerían la pena tantos aromas despreciados? Delante del ordenador, rodeado de amigos, y la satisfacción por lo exhibido... No debe ser lo mismo pasar una película rodada en fotogramas hilvanados desde la butaca; recorrer a saltos un todo continuo es como ir perdiendo, continuamente, el hilo. Me pregunto cómo se sentirán esos paisajes encerrados en el brillo mate de un objetivo; cautivando miradas que no los hayan vivido. No creo que alcance el mismo porte una higuera plantada en un vaso de vidrio. Algo así como las sardinas apretadas en sus latas de metal sucedáneo; prestas y dispuestas para ser ingeridas... Prefiero verlas deslizándose en su medio habitual, y quiero chapotear en sus mares; quiero sentir el sabor a sal en mi paladar, no es lo mismo la naturaleza, impresa en papel “couché”.
Siento que el instante se apaga al ser retratrado; a los momentos no les deben gustar las pasarelas; no creo que entiendan de posados, ni de complementos. No se poseen las miradas espontáneas; estoy seguro, nadie sentirá lo que haya experimentado mi pupila en vivo y directo. ¿Quizás para el orgullo de la hazaña? Él sí que podrá probarlo, yo no puedo. ¿Lo veis? Yo estuve allí , por supuesto.
Luces; bombillas o antorchas; algunas linternas e, incluso, flashes de esos cazadores de trampas. Como rezaba el cura de Bercianos, todas son necesarias. Una al lado de la otra, unas delante y otras detrás; cuatro corriendo y cinco paradas; alternando sombras y pausas. Para que desde el cielo se viera iluminado el Camino de Santiago, nuestra vida completa; todas, cada una, brillan en el mismo conjunto. Instantes maravillosos, como aquellas instantáneas..., momentos mágicos, marcadas a fuego por las reflexiones que provocan, por las obsesiones que aún me atrapan. Instantes que no controlo, que por mi razón pasaron inadvertidos, pero que a mi corazón tienen cautivo.
Me siento vivo, y si se me olvida que me lo recuerden mis pies cansados, o los pies heridos de los compañeros. O mil almas en vilo, viviendo emociones y conmociones, triunfos y frustraciones; sin pensar en la meta, sin atender nada más que a este instante hermoso. Al llegar a Santiago... ¿Quién piensa en eso? ¡Mira allí arriba, entre todos aquellos nubarrones...! ¿Por qué no quieres? Pobre muchacha enfurruñada por no poder inmortalizar su hazaña... ¡Te has perdido el arcoiris y sus siete colores!
Estaba empapada, y eso tampoco lo soportaba, la capa le incomodaba; no iba a arriesgarse a que la cámara se le mojara; le había costado un ojo de la cara... Se justificaba. Pero sin el agua no nos sería posible disfrutar de parajes extraordinarios; no alcanzaba su mirada frustrada a comprenderlo. Abanicos de verdes irrepetibles que, tendidos sobre el pasto, se nos fueron ofreciendo espontáneos, regalados; habría sido un espectáculo impensable, tan solo hacía tres o cuatro días, entre las doce del mediodía y las cuatro de la tarde, por aquellos braseros castellanos. El frío y la niebla aportaban su granito de arena al despecho exaltado; como ella decía, no había derecho... Pero, sin ellos...
Hace unos días me topé con un tipo raro que se iba quedando atrás para, enseguida, adelantarme; así, durante un buen trecho, casi media jornada, fueron sucediéndose sus embestidas. Caminaba poseído por un ente extraño que llevaba en la mano; me pareció una marioneta manejada, corriendo y parando, detrás del disparador compulsivo de su cámara compacta. Aferrado al encuadre más comprometido, que yo observaba torcido; midiendo luces y sombras, cazador impertinente de miles de instante; todos y cada uno, aquí, allá y acullá... Parecía embriagado, yo diría embobado; no sé si sería muy distinta aquella sensación a la de un borracho... Tras las carcajadas, al día siguiente apenas queda nada sino los vapores de la resaca; y la convicción obligada: “¡claro que fue cojunuda la velada!”. Sigo dudando que sean las mismas risas, aquellas que acaban por la mañana con migrañas. ¿Le daría tiempo a emocionarse? ¿Acaso sentiría? Pienso que con tanto ajetreo había desperdiciado unos cuantos momentos fundamentales... Como la vida misma, reales.
¿Merecerían la pena tantos aromas despreciados? Delante del ordenador, rodeado de amigos, y la satisfacción por lo exhibido... No debe ser lo mismo pasar una película rodada en fotogramas hilvanados desde la butaca; recorrer a saltos un todo continuo es como ir perdiendo, continuamente, el hilo. Me pregunto cómo se sentirán esos paisajes encerrados en el brillo mate de un objetivo; cautivando miradas que no los hayan vivido. No creo que alcance el mismo porte una higuera plantada en un vaso de vidrio. Algo así como las sardinas apretadas en sus latas de metal sucedáneo; prestas y dispuestas para ser ingeridas... Prefiero verlas deslizándose en su medio habitual, y quiero chapotear en sus mares; quiero sentir el sabor a sal en mi paladar, no es lo mismo la naturaleza, impresa en papel “couché”.
Siento que el instante se apaga al ser retratrado; a los momentos no les deben gustar las pasarelas; no creo que entiendan de posados, ni de complementos. No se poseen las miradas espontáneas; estoy seguro, nadie sentirá lo que haya experimentado mi pupila en vivo y directo. ¿Quizás para el orgullo de la hazaña? Él sí que podrá probarlo, yo no puedo. ¿Lo veis? Yo estuve allí , por supuesto.
Luces; bombillas o antorchas; algunas linternas e, incluso, flashes de esos cazadores de trampas. Como rezaba el cura de Bercianos, todas son necesarias. Una al lado de la otra, unas delante y otras detrás; cuatro corriendo y cinco paradas; alternando sombras y pausas. Para que desde el cielo se viera iluminado el Camino de Santiago, nuestra vida completa; todas, cada una, brillan en el mismo conjunto. Instantes maravillosos, como aquellas instantáneas..., momentos mágicos, marcadas a fuego por las reflexiones que provocan, por las obsesiones que aún me atrapan. Instantes que no controlo, que por mi razón pasaron inadvertidos, pero que a mi corazón tienen cautivo.
Me siento vivo, y si se me olvida que me lo recuerden mis pies cansados, o los pies heridos de los compañeros. O mil almas en vilo, viviendo emociones y conmociones, triunfos y frustraciones; sin pensar en la meta, sin atender nada más que a este instante hermoso. Al llegar a Santiago... ¿Quién piensa en eso? ¡Mira allí arriba, entre todos aquellos nubarrones...! ¿Por qué no quieres? Pobre muchacha enfurruñada por no poder inmortalizar su hazaña... ¡Te has perdido el arcoiris y sus siete colores!
hola visitandote y que sepas que sigo leyendote muy atenta,cariños
ResponderEliminarSe perdio el Arcoiris? noooo imperdonable, ahora a esperar que vuelva a salir.
ResponderEliminarSigo caminando Amigo!
Buen Fin de Semana.
El camino del peregrino, cuando los pies cansados por el largo recorrido llegan a su final te tumbas en la plaza del apostol boca arriba y con los brazos extendidos miras al cielo y entonces crees en la grandiosidad del hacedor.
ResponderEliminarEs una experiencia vital que debieramos hacer por lo menos una vez en la vida.
Un placer leerte y descubrirte.
Buen fin de semana
Saludos!