lunes, 1 de marzo de 2010

LA CRUZ DE FERRO (Vigésima etapa)

¡Desde las cuatro de la madrugada!, paseando su frenesí ruidoso, de sus literas al baño, y del baño a las literas; golpeando algo que me parecían cazuelas... Un par de veces, tres o cuatro; los mismos que ayer, a las seis de la tarde, exigían un poco de respeto, porque había personas que intentaban descansar, por nuestra culpa, sin éxito. ¡Qué pronto olvidamos “los patrones” de conducta obligados cuando no nos interesan! Con los ojos y los puños prietos para hacer oídos sordos, he estado esperando dos horas a que esos señores “tan bien educados” acabasen su verbena. ¡Por fin!, cuando se han marchado, era hora de levantarse... No sé por qué, no me apetecía...

Tocaba subir a la Cruz de Ferro, hito fundamental en el camino. Me esperaban a 1.500 metros, pendientes abruptas; una ascensión clasificada entre las extremas por las guías más prestigiosas... ¡Tres botas...! que ponían los pelos como escarpias, no era para menos. Según apuntaban aquellos señores expertos, sería una de esas etapas que comprometería el estado físico de los más avezados montañeros. Me había impuesto no hacerle caso a los augures nefastos; para mantener la calma, empezaría regulando, poco a poco... Los primeros kilómetros han sido un tortura; hasta Foncebadón me he arrastrado asustado pendiente de todas las variables; más de cuatro kilómetros en que me he planteado mil veces dejarlo. Mi determinación estaba, más bien, reculando.

Tantos días que había evitado pensar, preocupado en secreto por el escollo antes de tiempo, no había sido buen remedio, se había ido cociendo mi miedo en su propia salsa. El mismo pánico al que estaba ya acostumbrado volvía a hacer de la suyas, retrayendo mi pecho hacia su cobijo predilecto. Otro de esos momentos sin sentido, sin fundamento; por si se me hubiese ocurrido olvidarlo. Menos mal que no quedaba otra alternativa; allí, perdido en medio de ninguna parte... Lo que me faltaba no era cuerpo, sino una buena cabeza; cuerpo tenía de sobra.

Por hacerle caso a las opiniones de unos cuantos eruditos mediocres, en apariencia autoridad competente... Me había vuelto a resignar a ser un tipo normal y obediente, como tantos. Al llegar, he arrojado mi piedra a los pies de esa cruz de juguete, me habían pintado un monumento descomunal al esfuerzo, pero en realidad era una porquería en miniatura. Si no fuera por el pilar añadido en la que se apoya, apenas sería el crucifijo de un rosario enano.

Solo, en medio del monte berciano, en aquel bosque mágico que también deben habitar las meigas; al final de aquel barranco enorme, entre aquellas piedras lamidas por el tiempo y los torrentes... Amenazaba lluvia y, aún así, he continuado un buen rato allí parado, abrazado a aquel árbol viejo, seguramente centenario, cuyo tronco no eran capaces de abarcar mis brazos. Había, como él, al menos otros cuatro de los que manaba toda la energía del Universo. Allí, no temía a nada, ni a nadie; ni fieras ni tempestades. Ni siquiera fantasmas con cadenas negras y sábanas blancas habrían logrado arrancarme de aquel instante. Me sentía a gusto; quizás parezca un desafío sin sentido, pero no había enemigo; he sentido al adversario, mi amigo... La naturaleza y su demostración continua de fuerza inmensa me estaba acogiendo en su regazo; en esos momentos he sido su hijo consentido... Sin medidas, sin reglas. No sé en que patrón se basa que a cada momento de pánico tenga que seguir otro de aliento poderoso.

1 comentario:

  1. A veces en lo pequeño o insignificante encontramos nuestra morada,,

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