viernes, 1 de octubre de 2010

Puente Villarente – León (vi) (Veinte de Septiembre)

Un niño precioso, acicalado de blanco inmaculado; no solo en las apariencias, también en lo más profundo de su esencia. Mª Angeles y Javier, aunque no eran vascos de nacimiento, en Las Vascongadas habían acabado desterrados, enterrados, al principio, por el sufrimiento de ser allí nuevos y sutilmente menospreciados; aterrados, por cierto agobio incruento... Como otros, como nosotros, como mi familia, por motivos laborales; porque en el pueblo, ya no quedaban caudales. Nosotros: mis padres, mis tíos, mis abuelos, tampoco eran vascos; ellos, esta pareja y sus parientes, creo haber entendido que eran de origen extremeño. Las Vascongadas era el nombre con el que en mi casa, hogar de emigrantes castellanos, se conocía ese lugar en el que todos habíamos desenvocado. Hacía tiempo que no me venía a la cabeza todo esto, ni ese nombre ya pasado de moda; ¿por qué tendría que estar ocurriendo, justamente, en este momento?

¿Otro tipo de ostracismo mucho más complejo?, un hueco que se había abierto allí donde siempre había habido una verja, con su patria y su candado, cerrada con llave y una bandera; preso de una religión que me habían convencido que era propiedad y plegaria de mis ancestros. Por fin, nadie se estaba imponiendo, aquí en este desierto; decidiera lo que decidiera, nadie se interpondría en estas ocasión; esta encrucijada sin nada era únicamente una responsabilidad mía. No habría autoridad que me obligara a cumplir con sus reglas. Nadie tenía potestad para encadenarme a las certezas absolutas que habían ido destruyendo el paso del tiempo y habían matado a tantos muertos anejos que confiaban en ellas. Una elección extraña que ni siquiera la consideraría propia; la estaba tomando un ente que hasta hace nada consideraba ajeno. Una especie de sentencia, no sé si divina o terrena. ¿Una ampolla de mierda? Una, y enorme, descomunal como otras penas... Una piedra monumental en las sandalias del pescador, aún pecador aunque no lo quiera, que, por no cumplir su misión, seguía cojeando y cojea.

Matías... ¿Qué habrá sido de él? ¿Dónde descansaría su alma? Pobre hombre, ¡cuántas veces me había preocupado por sus acechanzas! ¡cuántas, preguntado por lo que fuera de sus andanzas! Sin hacer nada más, por supuesto; seguramente, se habría muerto... La última vez que lo había visto ya era un anciano muy viejo al que le costaba dar más de diez pasos seguidos... Han pasado más de veinte años, desde aquello, casi treinta; demasiadas primaveras; demasiados aniversarios, demasiadas incidencias para que se diese la coincidencia de poder arreglar mi pasada indiferencia. Matías, aquel ciego tan raro, ya debe de ser historia anclada a un epitafio grabada sobre una tumba floreada. ¿Qué quedará en este mundo de aquel ciego tan sensible, tan especial; tan extraño? Ahora lo siento un extranjero entre tantos afincados, otro desterrado, por accidente, de los placeres venéreos; cinco minutos antes de producirse, inesperado e imprevisible era una catástrofe imposible. Quizás tuviera buena suerte, nunca se sabe... No creo que antes de que le aconteciera su desgracia tuviera la sensibilidad preclara que le llamaba tan poderosamente la atención a Mª Angeles, cuando se quedaba mirándole ensimismada. Me ha confesado que no podía evitar contemplarle pasmada, viendo como él estaba pendiente de cada vibración que, a mi alrededor, vibrara. Dice que parecía como si husmeara en el aire contaminado por la polución y las virutas de hierro, las advertencias del cielo. Nada me habría podido ocurrir malo, bajo su tenaz vigilancia. Gracias Matías, gracias.

1 comentario:

  1. Afloran los recuerdos infantiles y vas con ellos tus heridas, benditos encuentros con ángeles pasados y presentes.

    Entre los dos me habeis llevado de la mano hasta mi infancia y he sentido una deuda con alguién que me cuidaba.

    Feliz recorrido y gracias, muchas gracias a tí y a Matías.

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