Hoy ha sido una etapa corta, no podría ser de otro modo; una de esas jornadas diseñadas para parar en la capital leonesa, so pena de estar dispuesto a hacer un recorrido de más de cuarenta kilómetros... Tendría que parar en León a la fuerza; así lo indicaba, al menos, mi guía escueta. Cuarenta y cuatro kilómetros me parecían demasiados, aun a estas alturas de la historia en que notaba mis piernas, corazón y pulmones fuertes. Veintitrés, serían suficientes; veintitrés, que poco antes de empezar esta aventura habrían supuesto una paliza. El día a día ha logrado que estas hazañas sean tonterías sin importancia.
No habían dado las doce de la mañana y ya estábamos paseando por las calles de León, Alexandra y yo. Habíamos vuelto a coincidir, sin querer. Y aunque yo había forzado no salir a la par, queriendo... El camino nos ha vuelto a juntar; si tiene que ser así será. Nos lo hemos tomado con tranquilidad, y nos hemos permitido hacer una pausa larga para almorzar. Apenas faltaba media hora para la una del mediodía y ya estábamos plantados, en las puertas del albergue, haciendo cola... Más bien hacían cola nuestras mochilas, perfectamente alineadas con las de muchos más que también esperaban a que abrieran de una vez. Al final, no servía para nada madrugar sino para, hasta la una y media, estar, bostezar, mirar... conversar o callar.
Otro albergue especial, el de “las Carbajalas”, uno de esos parroquiales pero regentado por las monjas del mismo nombre. En el centro de la capital, un albergue muy grande en el que los peregrinos somos clasificados según sexo y estado civil; hay que comprenderlo. Hombres por un lado, mujeres por el contrario; separados por una puerta, vigilados por la amabilidad del encargado... Los que demuestren ser matrimonios, en donde más les apetezca; la vida tiene estas cosas que ya no entiendo... No sé lo que les molesta, en concreto.
¡Mochilas haciendo fila!, parecemos caracoles con ellas, siempre con la casa a cuesta. Un chico, con ademanes de hospitalero, le ha exigido a una muchacha que se librara de al menos cuatro kilos de los que lastraba la suya. Se ha empeñado en que ninguna persona debería cargar sobre sus hombros más del 10% de su peso corporal. No digo que no sea buen consejo, ya sé que hay que ahorrarle esfuerzos al cuerpo... Tres mudas, otros tantos calcetines, camisetas de quita y pon, como poco; un par de pantalones, chancletas; un saco de dormir, aunque sea ligero y botiquín; enseres de aseo y cuatro cosillas más... Teniendo en cuenta el kilo y medio de mochila, los tres cuartos de litro de agua, y lo que pese la vitualla...
No creo que la chica pesara más de 50 kilos, lo cual no dejaba lugar a dudas: no más de cinco sobre sus espaldas. Cinco, ni siquiera la mitad de lo que yo llevo, de lo que lleva cualquiera. Del resto, el que menos, no cargará mucho menos del doble. Y el resto no cargamos con tantas cosas. Ella, aunque asentía con la cabeza, desmentía con las orejas; tampoco lo tenía claro, creo que ni le escuchaba. Pero traía la rodilla destrozada... Si le hace caso al experto la veo andando en bragas.
Mejor si le hubieran aconsejado que descansara hasta que se le aliviaran las molestias, y que después caminase con más tiento, o que lo hiciera despacio. Ya lo decía ayer aquel viejo alemán de cabeza cuadrada y humor gaditano, cachondo como él solo y hospitalero en Mansilla de las Mulas, para más señas: no había prisas... Al fin y al cabo, Santiago hacía siglos que no se había movido de su pedestal, y allí continuaría por muchos más, sin hacer caso a quien le quisiera vistar. Y es que el santo era un mal educado, según bromeaba este hospitalero cachondo, mezcla de jamón ibérico y salchicha germana.
No habían dado las doce de la mañana y ya estábamos paseando por las calles de León, Alexandra y yo. Habíamos vuelto a coincidir, sin querer. Y aunque yo había forzado no salir a la par, queriendo... El camino nos ha vuelto a juntar; si tiene que ser así será. Nos lo hemos tomado con tranquilidad, y nos hemos permitido hacer una pausa larga para almorzar. Apenas faltaba media hora para la una del mediodía y ya estábamos plantados, en las puertas del albergue, haciendo cola... Más bien hacían cola nuestras mochilas, perfectamente alineadas con las de muchos más que también esperaban a que abrieran de una vez. Al final, no servía para nada madrugar sino para, hasta la una y media, estar, bostezar, mirar... conversar o callar.
Otro albergue especial, el de “las Carbajalas”, uno de esos parroquiales pero regentado por las monjas del mismo nombre. En el centro de la capital, un albergue muy grande en el que los peregrinos somos clasificados según sexo y estado civil; hay que comprenderlo. Hombres por un lado, mujeres por el contrario; separados por una puerta, vigilados por la amabilidad del encargado... Los que demuestren ser matrimonios, en donde más les apetezca; la vida tiene estas cosas que ya no entiendo... No sé lo que les molesta, en concreto.
¡Mochilas haciendo fila!, parecemos caracoles con ellas, siempre con la casa a cuesta. Un chico, con ademanes de hospitalero, le ha exigido a una muchacha que se librara de al menos cuatro kilos de los que lastraba la suya. Se ha empeñado en que ninguna persona debería cargar sobre sus hombros más del 10% de su peso corporal. No digo que no sea buen consejo, ya sé que hay que ahorrarle esfuerzos al cuerpo... Tres mudas, otros tantos calcetines, camisetas de quita y pon, como poco; un par de pantalones, chancletas; un saco de dormir, aunque sea ligero y botiquín; enseres de aseo y cuatro cosillas más... Teniendo en cuenta el kilo y medio de mochila, los tres cuartos de litro de agua, y lo que pese la vitualla...
No creo que la chica pesara más de 50 kilos, lo cual no dejaba lugar a dudas: no más de cinco sobre sus espaldas. Cinco, ni siquiera la mitad de lo que yo llevo, de lo que lleva cualquiera. Del resto, el que menos, no cargará mucho menos del doble. Y el resto no cargamos con tantas cosas. Ella, aunque asentía con la cabeza, desmentía con las orejas; tampoco lo tenía claro, creo que ni le escuchaba. Pero traía la rodilla destrozada... Si le hace caso al experto la veo andando en bragas.
Mejor si le hubieran aconsejado que descansara hasta que se le aliviaran las molestias, y que después caminase con más tiento, o que lo hiciera despacio. Ya lo decía ayer aquel viejo alemán de cabeza cuadrada y humor gaditano, cachondo como él solo y hospitalero en Mansilla de las Mulas, para más señas: no había prisas... Al fin y al cabo, Santiago hacía siglos que no se había movido de su pedestal, y allí continuaría por muchos más, sin hacer caso a quien le quisiera vistar. Y es que el santo era un mal educado, según bromeaba este hospitalero cachondo, mezcla de jamón ibérico y salchicha germana.
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