viernes, 22 de enero de 2010

SOBRE ZARIQUIEGUI (Segunda etapa)

He estado aferrado a mis rodillas más de una hora y media; aterrado, acurrucado en la iglesia de aquel pueblo, casi abandonado. Mi mente sólo abrigaba una idea, una obsesión abrasiva: suplicaba al Señor que, por favor, me concediera compañía, para beber el trago amargo, para que me sacara de aquel pozo. La compañía que había rehusado alegremente no hacía ni siquiera un día. Todo se me revolvía; mi cabeza, el corazón, las entrañas; me latían las sienes, amenazaban detenerse, y yo me agarraba con uñas y dientes al banco de madera, bajo la sombra ardiente; Dios, los apostoles y su iglesia. No sé lo que hubiera dado por haber recibido unas cuantas llamadas, pero las había prohibido; ¿por qué no me desobedecían?. En la quiebra grotesca, no se lo habría tenido en cuenta. Rogaba que alguien me salvase de esa locura cuerda, pero el móvil se resistía; no quiso sonar su melodía. ¿Dónde estaban todos los caminantes con los que me había cruzado un instante antes?; un alma siquiera, aunque fuera un fantasma, nada... ¿Por qué aseguran que en este camino, tan conocido y transitado, por estas fechas, nadie está solo?. ¿Por qué no acudía, entonces, nadie a rescatarme de las garras de aquel rincón siniestro?.

El día ya había empezado torcido, si hubiera escuchado sus quejas no me habría encontrado con ello. Hasta ese instante grotesco, diez kilómetros de casas, y semáforos por todos los lados; los vehículos ya me parecían extraños, un día había bastado para acostumbrarme a no tenerlos. He querido correr; para atravesar cuanto antes el caos urbano; apenas lo había recuperado y ya echaba de menos la calma de los paisajes dejados atrás. Verdes de todos los colores, árboles enormes, el barro pringoso, el agua y sus arroyos, fuentes y puentes de piedra; los pueblos pequeños, esas iglesias, aquellos personajes añejos; pasa todo tan lento, y lo siento tan lejos. Todos aquellos parajes que, mientras he pasado por ellos, no he sabida apreciar, para mi desgracia. Porque la mente exigía más y mi cuerpo se dejaba arrastrar, todo ritmo me parecía lento, perder el tiempo. Antes de llegar a la ciudad, unos cuantos peregrinos me han tenido que dejar marchar, incapacitados para seguirme. Me sentía fenomenal, pero entre la cara y la cruz no hay más que un filo sutil.

De repente, tras un descanso leve en Burlada; el reposo del guerrero impuesto, porque mis piernas caminaban fuertes y no me han reclamado pausas. Una sensación incómoda, un sentimiento de culpabilidad extraña me ha obligado; quería correr pero no quería; me he parado a beber un trago. Al arrancar, por una tontería solemne, sin motivo aparente, no había hecho ningún movimiento inoportuno, todos y cada uno de ellos medidos; pero la ingle ha empezado a dolerme. Al principio una ligera molestia, sin importancia; después me ha preocupado su insistencia; enseguida el dolor intenso amenazaba incapacitarme para continuar caminando. Tendría que llegar como fuera al albergue más próximo; y allí tendría que esperar, como poco, hasta el día siguiente; ojala que el día siguiente fuera mañana.

Pero primero tendría que llegar, lo cual no carecía de dificultad; hasta entonces ni siquiera una pequeña ampolla, ni tendinitis siquiera; era la envidia del resto, comenzaba a arrepentirme de no haber sabido apreciar la balsa de felicidad que me acababa de abandonar. Se estaba imponiendo la realidad, cruda de verdad. Entreteniendo a la lesión meditando, concentrando mi equilibrio en el cambio correcto de los pesos, para que no me hicieran daño mis huellas; a mi pesar, poco a poco fui arrastrando un montón de pensamientos perversos.

No entraba en los planes de mi orgullo recibir semejante humillación tan temprano. Pero no me había sentado bien cambiar el medio rural navarro por al cemento de la capital y su entorno. Pamplona iba a ser el final de esta etapa; cuarenta y tantos kilómetros habrían sido demasiados, pero quince no serían nada. Toneladas de hormigón habían destrozado algo más que soberbias disfrazadas de falsas modestias; un músculo magullado solo requería descanso; en Burlada el camino me había colocado el tercio de varas.

No se me ocurrió, mientras cojeaba por La Estafeta imaginarme lo que me esperaba, poco después, en Zariquiegui. De haberlo hecho habría dado por bien empleada la parada temprana.

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