sábado, 31 de julio de 2010

Carrión de los Condes - Lédigos (x) (Dieciocho de Septiembre)

Hasta allí, no daba más de sí esta nueva confabulación del Universo para favorecerme. Allí mismo tendríamos que deshacer el comando, articulado sin más motivo que sobreponernos a la dificultad. Ella, la mujer de cuyo nombre tampoco he querido saber, continuaría hasta León; habría posibilidades de volvernos a ver. Un hasta luego ha sido suficiente para desparecer en el mismo instante en que se bajaba de la aventura hasta el día siguiente. Ella y su esposo tomarían un taxi hasta Sahagún, un pueblo más grande donde habían reservado una habitación en un hotel, posiblemente será un hostal; no parecían ser amigos del lujo sin más. Creo que hoy no quería molestar con sus arcadas y ruidos guturales a los demás; querría, además, descansar. Ya había aguantado suficiente.

Y allí me he despedido de Javier; de él para siempre. O quién sabe, si el destino lo quisiese para jamás. El más sano de los tres; al menos en apariencia. También se bajaba del tren, pero en su caso definitivamente. No sé por qué le he imaginado decano, doctor o catedrático de la Complutense desenvolviéndose a sus anchas en esos ambientes académicos elevados si por estos, pedestres, también se las arregla muy bien. También habría sido posible que no fuera más que el encargado de mantenimiento, o el bedel, o el barrendero. Dudo, sin embargo, que los encargados de mantenimiento dispongan de oficina propia y secretaria particular en una universidad tan importante como la que quizás regentara él. En realidad no me ha contado nada de su vida, pero imaginando habíamos llegado hasta este final. No creo que hubiera rehusado ninguna pregunta, pero no me ha apetecido preguntarle nada porque de él hoy, mañana y siempre, tan solo me interesaba sus timbre pausado, su conversación amena, su apoyo sin muletas, su caminar a mi lado hablando de lo que fuera... Aunque hubiesen sido todas mentiras no me habría importado demasiado. Al fin y al cabo, no le habría quedado mal el título de rector, de regente o de lo que quisiera haberse inventado para hacerme simple la travesía por el desierto.

Una voz, esa voz... Que no me sonaba extraña, de la que he ido recuperando su origen recorriendo mi calvario a su vera. Ya lo tenía claro, era uno de los que formaba aquel grupo de catorce con el que había coincidido en el albergue de Tosantos. Aquel grupo... No me había hecho ninguna gracia que llegara cuando ya estábamos, nosotros y unos pocos más, instalados cómodamente, como en casa, disfrutando de las historias de Jose Luis. Al principio había temido que rompiera nuestra preciada intimidad, tonterías de solemnidad que ahora, una semana después, soy capaz de despreciar. Tonterías de un niño acaparador que sin su cuota de posesión se sentiría mal. Los dos últimos, su mujer y él, de todos aquellos que conformaron un coro espontaneo que nos deleitó después de cenar. Aunque parecieran orgullosos, incluso soberbios, realmente sabían cantar; no nos habría satisfecho más una coral profesional. Aún no sé si disfrutaban o lo hacían por impresionar, pero eso ya me daba igual. De todos no habían quedado más que él y su esposa. El resto se habían ido apeando a medida que iban caducando sus periodos vacacionales.

Como si estuviese preparado, funcionario aplicado, esperando la ocasión propicia para enseñarme otra lección; sea cual fuera su peldaño en el escalafón estaba claro que era profesor; maestro, mucho mejor. No podría haberse marchado antes, ni habría tenido derecho a adelantarse a mi tropezón, tenía que estar ahí. Tenía que estar aquí.

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