Pero tan solo ese rato escaso, porque al regresar al albergue todo ha retornado a su estado; mi razón yacía enquistada en ese aferrarse al recuerdo; la queja, el enfado, la ira contenida porque lo encontrado no se adaptaba a lo que tenía pensado. Quizás fuera mejor, pero no le daría oportunidad por si acaso; el cambio, a pesar de lo avanzado, seguiría siendo para mí, un gran retroceso. Y por eso me he debido de tropezar con las mesas, y por lo mismo no debía de saber a que requerimiento atender. Porque nadie me necesitaba, porque eramos demasiados los colaboradores, porque sobraba y no me hacía gracia... Porque eramos más de cuarenta queriendo hacer todos cosas y nos estorbábamos entre nosotros. Una lechuga repartida para tres, sería la ensalada mejor aliñada, un ensalada para cuarenta preparada por más de ochenta; y es que todos nos queríamos multiplicar al menos por otros dos. Tantísima gente peleándose por demostrar que quería colaborar, y tan poca gente para organizar. Había venido un señor que decía ser el hospitalero oficial, y el trío de extranjeros que me habían recibido habían pasado a ser tres más.
Menos mal que en un rincón, una vasca prefería cantar con voz de soprano, por afición; y menos mal que la italiana también ha escogido hacer sus pinitos con la voz; eran dos menos para interponerse en la batalla incruenta que el resto nos empeñábamos en sostener. Y menos mal, por qué no, que el rubio de tirabuzones se ha escaqueado otra vez, escondido detrás del piano... Nadie ha querido, por cierto, perder el tiempo reparando en ese pianista maravilloso que se ha destapado y que, aunque me fastidie, me ha sorprendido para bien... Porque bastante tenían todos con gritar, y darse ordenes sin consultar; ¿a quién le puedo ayudar?, ¡me faltan cinco cuchillos, diez cucharas y un tenerdor! ¡Vete de aquí, que aquí estás de más! ¿Por qué yo si el que sobras eres tú? Todo ello, eso sí, con educación peregrina como tiene que ser.
Y al final he decidido claudicar y me he sentado en un extremo, donde no había nadie más. Para darle lugar a expresarse al azar, para que el destino forzase el cumplimiento, justamente, de mi sino; para patalear sin patalear, que se diesen cuenta de que todo lo que había acontecido allí me había sentado fatal. Y se han ido rellenando los huecos, cada asiento acogiendo el culo que le tocara en suerte. Y al principio se han sentando en lugares alejados y después no han tenido más remedio que irse acercando. El único que se había sentado a mi lado sin compromiso forzado ha sido el rubio imberbe, a mi derecha... y enfrente suyo, como no podría ser de otro modo, la rubia de pelo lacio. El resto había ido evitándome como si fuera un leproso.
Y ya no quedaban más que tres sillas libres enfrente de mí; y otra a mi izquierda; y he oteado el horizonte y por todos los lados oía espasmos, crujidos teutones que no comprendía y algunos anglosajones que sólo cazaba a medias. Se ha acercado despacio, liando un cigarrillo artesano, ese tío con cara de gitano, no ha dicho nada, ni siquiera me ha saludado; solamente se ha sentado; me ha parecido que quería decirme algo pero he callado. Y en frente lo han hecho, tres de los cinco únicos españoles que allí estábamos. Yo era el cuarto, y la quinta sería la vasca que aun cenando seguiría cantando. Los presupuestos son marañas que nos enredan en una pila de cifras sin evidencias; y la realidad se torna ilusoria, y la realidad de ayer ya es el supuesto de un iluso que no vive la puesta. Y en aquella mesa me sentía fuera de lugar porque el sitio que había ocupado ya no era el mismo. Había pasado el momento y lo había disfrutado; pero ese disfrute ya era pasado por mucho que lo echara de menos.
Al finalizar la cena, me he ido a la colchoneta un poco enfadado, un poco acomplejado, muy avergonzado. Pensando que quizás mañana... Hoy, por un rato, me desconecto; hasta mañana por tanto, porque mañana será otro día. Mañana, un último recuerdo, un alivio entre sueños. Marta y Pablo, Marta era la madre y Pablo era el crío. Ellos tampoco estuvieron presentes, tampoco estaban previstos. Han cumplido en bicicleta un sueño, me han dicho que mañana acaba su aventura. Diez días, me han deseado buena suerte y yo se lo he agradecido. Al fin y al cabo, quizás no sea siempre tan malo, que siempre no se repita lo mismo.
Menos mal que en un rincón, una vasca prefería cantar con voz de soprano, por afición; y menos mal que la italiana también ha escogido hacer sus pinitos con la voz; eran dos menos para interponerse en la batalla incruenta que el resto nos empeñábamos en sostener. Y menos mal, por qué no, que el rubio de tirabuzones se ha escaqueado otra vez, escondido detrás del piano... Nadie ha querido, por cierto, perder el tiempo reparando en ese pianista maravilloso que se ha destapado y que, aunque me fastidie, me ha sorprendido para bien... Porque bastante tenían todos con gritar, y darse ordenes sin consultar; ¿a quién le puedo ayudar?, ¡me faltan cinco cuchillos, diez cucharas y un tenerdor! ¡Vete de aquí, que aquí estás de más! ¿Por qué yo si el que sobras eres tú? Todo ello, eso sí, con educación peregrina como tiene que ser.
Y al final he decidido claudicar y me he sentado en un extremo, donde no había nadie más. Para darle lugar a expresarse al azar, para que el destino forzase el cumplimiento, justamente, de mi sino; para patalear sin patalear, que se diesen cuenta de que todo lo que había acontecido allí me había sentado fatal. Y se han ido rellenando los huecos, cada asiento acogiendo el culo que le tocara en suerte. Y al principio se han sentando en lugares alejados y después no han tenido más remedio que irse acercando. El único que se había sentado a mi lado sin compromiso forzado ha sido el rubio imberbe, a mi derecha... y enfrente suyo, como no podría ser de otro modo, la rubia de pelo lacio. El resto había ido evitándome como si fuera un leproso.
Y ya no quedaban más que tres sillas libres enfrente de mí; y otra a mi izquierda; y he oteado el horizonte y por todos los lados oía espasmos, crujidos teutones que no comprendía y algunos anglosajones que sólo cazaba a medias. Se ha acercado despacio, liando un cigarrillo artesano, ese tío con cara de gitano, no ha dicho nada, ni siquiera me ha saludado; solamente se ha sentado; me ha parecido que quería decirme algo pero he callado. Y en frente lo han hecho, tres de los cinco únicos españoles que allí estábamos. Yo era el cuarto, y la quinta sería la vasca que aun cenando seguiría cantando. Los presupuestos son marañas que nos enredan en una pila de cifras sin evidencias; y la realidad se torna ilusoria, y la realidad de ayer ya es el supuesto de un iluso que no vive la puesta. Y en aquella mesa me sentía fuera de lugar porque el sitio que había ocupado ya no era el mismo. Había pasado el momento y lo había disfrutado; pero ese disfrute ya era pasado por mucho que lo echara de menos.
Al finalizar la cena, me he ido a la colchoneta un poco enfadado, un poco acomplejado, muy avergonzado. Pensando que quizás mañana... Hoy, por un rato, me desconecto; hasta mañana por tanto, porque mañana será otro día. Mañana, un último recuerdo, un alivio entre sueños. Marta y Pablo, Marta era la madre y Pablo era el crío. Ellos tampoco estuvieron presentes, tampoco estaban previstos. Han cumplido en bicicleta un sueño, me han dicho que mañana acaba su aventura. Diez días, me han deseado buena suerte y yo se lo he agradecido. Al fin y al cabo, quizás no sea siempre tan malo, que siempre no se repita lo mismo.
visitandote para ver en que rumbos andas,un abrazo y mañana será otro día amigo.
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