Iluminado por una mirada que se dedicaba a mirar y a nada más; sin auscultar, sin doblez, ya sin la desconfianza que había percibido la primera vez. Una sonrisa risueña, discreta pero perpetua, relajada a la par que traviesa; la suya, sin protocolos, sin excusas. Y mis ojos anegados por la compasión sin barreras y de toda la admiración de la que soy capaz de hacerme cargo repletos; vidriosos, a punto del llanto silencioso. Por todo lo que se habría callado, por un camino que intuía con más espinas que rosas, por lo que creo haber adivinado entre líneas, por lo que estoy seguro de que él no habría sido capaz de imaginar, no hace tanto. Por el diálogo que hemos establecido, aun farfullando frases torpes al principio.
Creo que sus pupilas me han abducido para extirpar sin anestesia, pero también sin sufrimiento, tanta arrogancia ficticia, madre de mis prejuicios. Antes de que abriera la boca ya había callado al peregrino que, disfrazado de corredor de fondo, tanto me había importunando en el otro Camino huyendo de otros ritmos. Ha trastocado los planes de mis prisas cuando éstas aún no habían hecho acto de presencia; me ha debido de pillar por sorpresa. Antes de que las urgencias me pusieran de nuevo en el mismo brete; antes de que me volviera a amenazar el conflicto permanente con las más diversas exigencias, propias de mi cosecha mal hecha. Su secreto misterioso me ha dejado sin respuestas, por falta de tiempo ni ganas, para plantearme preguntas tontas; me ha convencido su hueco; la impertinencia ya no sería autoridad, ni punto de referencia. No dejaré de lado a todos estos compañeros que me producen tanto agrado... En esta ocasión no quiero caminar solo, ni quiero mirarme el ombligo llorando cuan perro abandonado; no me seduce la idea de ir acumulando motivos que me hagan merecedor del título de santo; mejor prefiero ser un puto descarriado. Y sólo si fuera necesario caminaría en solitario, sin disgusto, pero en busca de otros; prestando atención a lo más importante; centrando la atención en relacionarme.
Poco a poco, y de golpe, con su tran tran errante, se me ha clavado en las carnes, ha devenido pieza irreemplazable del engranaje, por sí mismo y por lo que estaba aportando para el correcto funcionamiento del conjunto. Creo que estoy aprendiendo que lo más interesante lo aportan, además de la naturaleza, las personas y la relación que se establece con ellas, lo que enseña el reflejo del espejo que propone cada propuesta; el resto de peregrinos, portadores cada uno de su mechero... Si no los juntamos todos, uno a uno, nada sino una isla minúscula en la inmensa noche oscura. Hemos formado un grupo en el que me siento muy a gusto, las urgencias han cedido su lugar a las caricias, conversación sin contemplaciones, contemplando todas las reflexiones. Quizás por todo esto, esta vez, no quiera ser un deshecho, ni desechar esta apuesta. Algo ha debido de tener que ver su presencia, o tal vez saber que si todo se adaptara a lo previsto me quedarían al menos veinte días, tras llegar a Finisterre, de regreso sin compañía. Quizás porque cuando, en el momento que a mí me ha tocado contar una parte de mi historia, a ellos les ha sorprendido la aventura que me había propuesto, ida y vuelta. Seguramente por haber sido diana de sus elogios por mi mismo haya decidido acompañarles.
Sea por lo que fuera, estoy satisfecho, sintiéndome yo también rueda necesaria de esta maquinaria, contribuyendo al buen funcionamiento del mecanismo de esta reunión subjetiva, en la que los miembros giramos a nuestro libre albedrío en torno a un eje invisible que nos hace, para los otros, a cada uno, sensible; aun mediando muchos metros y algún que otro artefacto entre nosotros, como así ha ido ocurriendo a lo largo de la etapa. Por voluntad propia, sin requerir correas ni nudos; un sinfín de diferentes relaciones que se han ido forjando, un laberinto de pasiones apasionadas, unas premisas no pactada... El respeto ha ido formando esta extraña alianza.
Y, por todo eso, o quizás por todo lo contrario, aquí hemos acabado, Philip y yo, mano a mano, en el patio del albergue de Atapuerca; él partiendo en rodajas su chorizo y yo abriendo la lata de sardinas que suelo llevar, por si acaso, en la mochila; repartiendo entre los dos unos pedazos de pan que nos quedaba de lo que nos habíamos aprovechado de los restos de Tosantos. Recordando el francés que amenazaba huir del conjunto de conocimientos que había adquirido en mi etapa de bachiller frustrada. Compartiendo, entre bocado y bocado, ampollas, no solamente las de los pies; también las ampollas del alma.
Creo que sus pupilas me han abducido para extirpar sin anestesia, pero también sin sufrimiento, tanta arrogancia ficticia, madre de mis prejuicios. Antes de que abriera la boca ya había callado al peregrino que, disfrazado de corredor de fondo, tanto me había importunando en el otro Camino huyendo de otros ritmos. Ha trastocado los planes de mis prisas cuando éstas aún no habían hecho acto de presencia; me ha debido de pillar por sorpresa. Antes de que las urgencias me pusieran de nuevo en el mismo brete; antes de que me volviera a amenazar el conflicto permanente con las más diversas exigencias, propias de mi cosecha mal hecha. Su secreto misterioso me ha dejado sin respuestas, por falta de tiempo ni ganas, para plantearme preguntas tontas; me ha convencido su hueco; la impertinencia ya no sería autoridad, ni punto de referencia. No dejaré de lado a todos estos compañeros que me producen tanto agrado... En esta ocasión no quiero caminar solo, ni quiero mirarme el ombligo llorando cuan perro abandonado; no me seduce la idea de ir acumulando motivos que me hagan merecedor del título de santo; mejor prefiero ser un puto descarriado. Y sólo si fuera necesario caminaría en solitario, sin disgusto, pero en busca de otros; prestando atención a lo más importante; centrando la atención en relacionarme.
Poco a poco, y de golpe, con su tran tran errante, se me ha clavado en las carnes, ha devenido pieza irreemplazable del engranaje, por sí mismo y por lo que estaba aportando para el correcto funcionamiento del conjunto. Creo que estoy aprendiendo que lo más interesante lo aportan, además de la naturaleza, las personas y la relación que se establece con ellas, lo que enseña el reflejo del espejo que propone cada propuesta; el resto de peregrinos, portadores cada uno de su mechero... Si no los juntamos todos, uno a uno, nada sino una isla minúscula en la inmensa noche oscura. Hemos formado un grupo en el que me siento muy a gusto, las urgencias han cedido su lugar a las caricias, conversación sin contemplaciones, contemplando todas las reflexiones. Quizás por todo esto, esta vez, no quiera ser un deshecho, ni desechar esta apuesta. Algo ha debido de tener que ver su presencia, o tal vez saber que si todo se adaptara a lo previsto me quedarían al menos veinte días, tras llegar a Finisterre, de regreso sin compañía. Quizás porque cuando, en el momento que a mí me ha tocado contar una parte de mi historia, a ellos les ha sorprendido la aventura que me había propuesto, ida y vuelta. Seguramente por haber sido diana de sus elogios por mi mismo haya decidido acompañarles.
Sea por lo que fuera, estoy satisfecho, sintiéndome yo también rueda necesaria de esta maquinaria, contribuyendo al buen funcionamiento del mecanismo de esta reunión subjetiva, en la que los miembros giramos a nuestro libre albedrío en torno a un eje invisible que nos hace, para los otros, a cada uno, sensible; aun mediando muchos metros y algún que otro artefacto entre nosotros, como así ha ido ocurriendo a lo largo de la etapa. Por voluntad propia, sin requerir correas ni nudos; un sinfín de diferentes relaciones que se han ido forjando, un laberinto de pasiones apasionadas, unas premisas no pactada... El respeto ha ido formando esta extraña alianza.
Y, por todo eso, o quizás por todo lo contrario, aquí hemos acabado, Philip y yo, mano a mano, en el patio del albergue de Atapuerca; él partiendo en rodajas su chorizo y yo abriendo la lata de sardinas que suelo llevar, por si acaso, en la mochila; repartiendo entre los dos unos pedazos de pan que nos quedaba de lo que nos habíamos aprovechado de los restos de Tosantos. Recordando el francés que amenazaba huir del conjunto de conocimientos que había adquirido en mi etapa de bachiller frustrada. Compartiendo, entre bocado y bocado, ampollas, no solamente las de los pies; también las ampollas del alma.
Cuánto nos enseña la convivencia, y qué grata se nos muestra; cuando elegimos y nos eligen aquellos a los hemos elegido..., y qué bueno, cuando sin conecerse surge la química, y todo se hace más interesante, más trascendente, mas significativo...
ResponderEliminar<<...Compartiendo también las ampollas del alma...>>
Todo un momentazo.
Beso.
Gracias amigo, por tus buenos deseos para mi patria..."la de todos"
ResponderEliminarAbrazos peregrino, pronto me pongo al día!
Me quedé con esta frase: "Compartiendo, entre bocado y bocado, ampollas, no solamente las de los pies; también las ampollas del alma."¡plas!plas!plas! abrazo.
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