miércoles, 16 de junio de 2010

Tardajos-Convento de San Antón (x) (Quince de Septiembre)

Nos ha contado José Manuel, el hospitalero que nos ha tocado hoy, que si alguno de nosotros estuviese un rato al lado del osario, enseguida se sentiría inquieto y nervioso; nadie se ha prestado voluntario, por si acaso... Pero también ha referido otro punto, centrado sobre un poyo de piedra, a no más veinte metros del otro, en el que reina la paz perpetua. A mí me habría gustado sentarme encima para sentirla, pero hace un frío del carajo... Por eso he decidido que mejor mañana por la mañana, mientras los demás mediten si se despiertan o se quedan un rato más durmiendo. A menos de veinte metros, el eterno juego de los contrarios, el bien y el mal reunidos en un palmo de terreno, abarcado por una circunferencia de menos de diez metros de radio.

Desde la atalaya del adversario atreverse a asomarse a la posibilidad de que el enemigo sea, en realidad, el complementario. Un experimento sin par y raro; aunque digan que éstos se hacen con gaseosa, nosotros hemos decidido vivirlo en primera persona. Hoy dormiremos bajo dos o tres mantas, cuatro si hiciera falta porque ya nos ha advertido José Manuel que las hay de sobra. Y nos hemos duchado en una ducha en la que el mando de agua caliente está de adorno porque no mana más que agua gélida. No hay ningún medio para caldearla en estas ruinas, en mitad del desierto castellano, sin corriente eléctrica ni estufa de leña. Hemos querido añadirle un grado más de dificultad a este camino, de por sí no exento de incomodidades, para, quizás, atravesando lo complejo encontrar la esencia... Simple, sencilla, tonta.

Allí todos reunidos, en torno a una guitarra y el hospitalero tocándola con más entusiasmo que gracia. Cubiertos con las mantas que después nos servirían en las literas cuando nos acostemos casi en la intemperie. Iluminados por los destellos intermitentes de las velas, danzarinas al son de la corriente que se escurre por debajo de unas lonas transparentes. Lonas trasparentes que apenas se ajustan a las piedras que hacen la función de marco. Poco nos protegen, sino del viento penetrante que ulula en la penumbra, entre los árboles y los fantasmas. Allí, entre las luces y sombras, algunas traviesas, todas caprichosas, he sentido el tiempo eterno y he tocado por un instante el infinito, escuchando cantar una canción que me llevo aferrada al alma. “Al alba” de Luis Eduardo Aute, y aún no había amanecido, hacía nada que habría anochecido, disfrutando el espectáculo organizado para nuestros sentidos; escuchando, sintiendo erizarse el tacto, absorbiendo un aroma extraño en el paladar amargo.

Ya huele afuera a invierno, aunque no se haya despedido el verano. Aún tapados y acurrucados, por estas tierras el frío se nos está calando hasta los huesos. Por aquí no hay demasiadas opciones, como máximo un par de estaciones, la primavera y el otoño son aves extrañas características de parajes exóticos y remotos. Un atisbo de preocupación, un pequeño escalofrío que me ha producido el hielo que presiento. Con todo lo que me queda y la mochila vestida con prendas ligeras, si se tuerce de este modo la climatología en Septiembre... A finales de Octubre puede que en este mismo punto me reciban los chuzos cayendo de punta. Mejor no lo pienso, y que el Camino disponga.

Como hasta el momento va disponiendo las fichas en su tablero. Reflejadas, allí arriba, todas nítidas en el cielo negro, un océano inmenso de estrellas. Desfilando por la Vía Láctea, que dicen que era la guía que les servía a los peregrinos antiguos. Masas de estrellas enanas, en realidad deben de ser enormes, en verdad hay muchas posibilidades de que la mayoría ya sean mentiras. El último destello de algo que fuera y que ya no existiera; los últimos alaridos, las luces que sobreviven a la materia muerta, por los siglos de los siglos. El saludo para los futuros habitantes del planeta, o la despedida si es que en ese instante alguno existiera. El otoño de la naturaleza, me recuerda el máximo esplendor de las viñas de La Rioja que en nada se vestirán de gala. Allá arriba, los ocres y los amarillos son blancos rutilantes y silencio inquietantes.

Al alba, al alba... Al alba, al alba... No habré temido la madrugada porque las estrellas no me habrán herido, ni habrán cursado amenaza. Y la luna no habrá sangrado porque la única guadaña la custodia su cuarto menguante. Y una noche que esperaba larga habrá transcurrido en un suspiro repleto de sueños peregrinos, viajeros empedernidos, por esas rutas marcadas en el firmamento. Porque dormiremos, en resumidas cuentas, todos unidos por el corazón henchido por este experimento apetecido y merecido.

1 comentario:

  1. Porque tan bello texto no merece quedarse sin comentario. Y porque ninguno de los que experimentasteis el camino os sentiríais abandonados al alba. Nadie debería sentirse abandonado a esa hora mágica. Por eso y por mil razones más, te sigo, caballero andante.
    Un abrazo.

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